sábado, 16 de mayo de 2009

Porque queremos saber mas de la Palabra de Dios?

 

Las Escrituras y el amor. A. W. Pink

Hemos procurado indicar algunas de las maneras en que podemos discernir si nuestra lectura y estudio de las Escrituras ha sido de bendición o no para nuestras almas. Muchos se engañan en este asunto, confundiendo un deseo para adquirir conocimiento con un amor espiritual de la Verdad (2ª Tesalonicenses 2:10), no dándose cuenta de que la adición de conocimiento no es lo mismo que el crecimiento de la gracia. Gran parte depende del objetivo que nos proponemos cuando nos dirigimos a la Palabra de Dios. Si es simplemente el familiarizarnos con su contenido para estar mejor versados en sus detalles, es muy probable que el jardín de nuestras almas permanezca sin flores; pero si es el deseo, en oración, de ser corregidos y enmendados por la Palabra, de ser escudriñados por el Espíritu, de ser conformados en nuestro corazón por sus santos requerimientos, entonces podemos esperar una bendición divina.

En los capítulos precedentes nos hemos esforzado para indicar las cosas vitales por medio de las cuales podemos descubrir qué progreso estamos haciendo en nuestra piedad personal. Se han dado varios criterios, los cuales han de ser usados por el autor y por el lector sinceramente, para medirse con ellos. Hemos insistido en pruebas como: ¿Crece en mí el aborrecimiento al pecado, y la liberación práctica de su poder y contaminación? ¿Estoy progresando en la intensidad el conocimiento de Dios y de Jesucristo? ¿Es mi vida de oración más sana? ¿Son mis buenas obras más abundantes? ¿Es mi obediencia más fácil y alegre? ¿Vivo más separado del mundo y sus afectos y caminos? ¿Estoy aprendiendo a hacer un uso recto y provechoso de las promesas de Dios, me deleito en El, y es su gozo mi fuerza cada día? A menos que pueda decir que estas cosas son mi experiencia, por lo menos en cierta medida, es de temer que mi estudio de las Escrituras no me beneficia poco ni mucho.

No parecería apropiado terminar estos capítulos sin dedicar uno a la consideración del amor cristiano. La extensión en la cual cultivo esta gracia espiritual me ofrece todavía un modo de medir hasta qué punto mi lectura de la Palabra de Dios me ha ayudado espiritualmente. Nadie puede leer las Escrituras con un poco de atención sin descubrir lo mucho que tienen que decir sobre el amor, y por tanto nos corresponde a cada uno el discernir, con cuidado y en oración, si hay en nosotros realmente amor espiritual, y si su estado es sano y es ejercido propiamente.

El tema del amor cristiano es demasiado extenso para que lo podamos considerar en sus varias fases dentro del espacio de un capítulo. Deberíamos empezar, propiamente contemplando el ejercicio de nuestro amor hacia Dios y hacia Cristo, pero esto ya lo hemos tocado, por lo menos, en los capítulos precedentes, y no vamos a insistir. Se puede decir mucho, también, acerca de la naturaleza del amor natural que debemos a lo que pertenecen a la misma familia que nosotros pero, hay menos necesidad de hablar de esto que de otro tema, o sea, el del amor espiritual a lo hermanos, los hermanos en Cristo.

1. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando percibimos la gran importancia del amor cristiano. En ninguna parte se hace más énfasis sobre esto que en el capítulo trece de 1ª Corintios. Allí el Espíritu Santo nos dice que aunque un cristiano profeso pueda hablar con elocuencia de las cosas divinas, si no tiene amor, es como un címbalo que retiñe, o sea un ruido, sin vida. Que aunque pueda profetizar, comprender los misterios y tener sabiduría, y tenga fe para obrar milagros, si carece de amor, espiritualmente es como si no existiera. Es más, si con altruismo diera todas sus posesiones para alimentar a los pobres, si entregara su cuerpo a una muerte de mártir, con todo, si no tiene amor, no le aprovecha para nada. ¡Cuán alto es el valor que se pone sobre el amor, y cuán esencial para mí es el poseerlo!

Dijo nuestro Señor: «En esto conocerá el mundo que sois mis discípulos, en que os améis los unos a los otros» (Juan 13:35). Por el hecho de que Cristo hiciera del amor la marca distintiva del discipulado cristiano podemos darnos cuenta de la gran importancia del amor. Es una prueba esencial de autenticidad en nuestra profesión: no podemos amar a Cristo a menos que amemos a los hermanos, porque todos estamos atados en el mismo «haz de vida» (1ª Samuel 25:29) con Él. El amor a aquellos que El ha redimido es una evidencia segura del amor espiritual y sobrenatural al Señor Jesús mismo. Donde el Espíritu Santo ha obrado el nacimiento sobrenatural, Él sacará esta naturaleza para que se ejercite, producirá en los corazones, vida y conducta de los santos las gracias sobrenaturales, una de las cuales es amar a los que son de Cristo, por amor a Cristo.

2. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando discernimos las distorsiones del amor cristiano. Como el agua no puede levantarse por sí sola del nivel en que se encuentra, el hombre natural es incapaz de comprender, y aún menos apreciar, lo que es espiritual (1ª Corintios 2:14). Por tanto no debernos sorprendernos cuando hay profesores no regenerados que confunden el sentimentalismo humano y los placeres de la carne con el amor espiritual. Pero, es triste ver que algunos del pueblo de Dios viven en un plano tan bajo que confunden la amabilidad y afabilidad humanas con la reina de las gracias cristianas. Aunque es verdad que el amor espiritual se caracteriza por la mansedumbre y la ternura, sin embargo es algo muy diferente y muy superior a la cortesía y delicadezas de la carne.

¡Cuántos padres que idolatraban a sus hijos les han evitado la vara de la corrección, bajo la falsa idea de que el afecto real y el disciplinarlos eran algo incompatible! ¡Cuántas madres imprudentes han desdeñado el castigo corporal y proclamado que el «amor» es la norma de su hogar! Una de las experiencias más tristes del autor, en sus extensos viajes, ha sido el pasar algunos días en lugares en que los hijos eran mimados hasta el absurdo. Es una nociva perversión de la palabra «amor» el aplicarla a la flojedad y laxitud moral por parte de los padres. Pero, esta misma perniciosa idea rige en la mente de muchas personas en otros aspectos y relaciones. Si un siervo de Dios reprime los caminos de la carne y del mundo, si insiste en los derechos estrictos de Dios, se le acusa de «carecer de amor». ¡Oh, cuán terrible que haya multitudes engañadas por Satán en este importante punto!

3. Nos hemos beneficiado de la Palabra, cuando nos ha enseñado la verdadera naturaleza del amor cristiano. El amor cristiano es una gracia espiritual que permanece en las almas de los santos junto con la fe y la esperanza (1ª Corintios 13:13). Es una santa disposición obrada en los que han sido regenerados (1ª Juan 5:1). No es nada menos que el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5). Es un principio de rectitud que busca el mayor bien posible para los otros. Es exactamente lo opuesto al principio del egoísmo y la indulgencia en favor de uno mismo. No es sólo una mirada afectuosa a todos los que llevan la imagen de Cristo, sino también un deseo poderoso de fomentar su bienestar. No es un sentimiento frívolo que se ofende fácilmente, sino una fuerza dinámica que «las muchas aguas» de la fría indiferencia, ni las «avenidas» de los ríos no podrán apagar ni ahogar (Cantares 8:7). Aunque en un grado menos elevado es en esencia el mismo amor del que leemos: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13:1).

No hay una manera más segura de formarse un concepto claro de la naturaleza del amor cristiano que estudiándolo en su perfecto ejemplo, en Cristo y por Cristo. Cuando decimos un «estudio concienzudo» queremos decir que hacemos un reconocimiento de todo lo que los cuatro Evangelios nos dicen de Él, y no nos limitamos a unos pocos pasajes o incidentes predilectos. Cuando hacemos esto nos damos cuenta que este amor no sólo era benevolente y magnánimo, dulce y cuidadoso, generoso y dispuesto al sacrificio, paciente e inmutable, sino que había aún muchos otros elementos en él. Era amor que podía negar una petición urgente (Juan 11:6), reprender a su madre (Juan 2A), echar mano de un azote (Juan 2: 15), regañar severamente a sus discípulos que dudaban (Lucas 24:25), apostrofar a los hipócritas (Mateo 23:13-33). Era amor severo a veces (Mateo 16:23), incluso airado (Marcos 3:5). El amor espiritual es algo sagrado: es fiel a Dios; no hace componendas con nada malo.

4. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando descubrimos que el amor cristiano es una comunicación divina: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos» 1ª Juan 3:14). «El amor a los hermanos es el fruto y efecto de un nacimiento nuevo y sobrenatural, obrado en nuestras almas por el Espíritu Santo, es una bendita evidencia de que hemos sido escogidos en Cristo por el Padre Celestial, antes que el mundo fuese. El amar a Cristo y a los suyos, nuestros hermanos en Él, es congruente con lo que la divina naturaleza que ha hecho que seamos partícipes de su Santo Espíritu. Este amor a los hermanos debe ser un amor peculiar, tal, que sólo los regenerados pueden participar en él, y que sólo ellos pueden ejercitar, pues de otro modo el apóstol no lo habría dicho así de un modo particular; es tal que aquellos que no lo tienen no han sido aún regenerados; de lo que se sigue que «el que no ama a su hermano no vive en Cristo» (S. E. Pierce).

El amor a los hermanos es muchísimo más que el encontrar agradable la compañía de aquellos cuyos temperamentos son similares a los nuestros y con los cuales nos avenimos. Pertenece no ya a la mera naturaleza, sino que es algo espiritual, sobrenatural. Es el corazón que, es atraído hacia aquellos en los cuales percibimos haber algo de Cristo. Por ello es mucho más que un espíritu de congregación o compañía; ¡abarca a todo! aquellos en los que vemos la imagen del Hijo de Dios. Por tanto, es amarlos por amor de Cristo por lo que vemos en ellos de Cristo. Es el Espíritu Santo que me atrae para juntarme con los hermanos y hermanas en los que Cristo vive. De modo que el amor cristiano real no es sólo un don divino, sino que depende totalmente de Dios para su vigor y ejercicio. Hemos de orar diariamente para que el Espíritu Santo lo ponga en acción y manifestación, hacia Dios y hacia su pueblo, este amor que él ha derramado en nuestro corazón.

5. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando ponemos en práctica rectamente el amor cristiano.Esto se hace no tratando de complacer a los hermanos o congraciándonos con ellos, sino cuando verdaderamente procuramos su bien. «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos » (1ª Juan 5:2). ¿Cuál es la prueba real de mi amor personal a Dios? El guardar sus mandamientos (ver Juan 14:15, 21, 24; 15: 10, 14). La autenticidad y la fuerza de mi amor a Dios no han de ser medidas por mis palabras, ni por lo robusto y sonoro de mis cánticos de alabanza, sino por la obediencia a su Palabra. El mismo principio es válido en mis relaciones con mis hermanos.

«En esto se conoce que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos.» Si estoy haciendo comentarios sobre las faltas de mis hermanos y hermanas, si estoy andando con ellos en un curso en que trato de darles satisfacción, esto no significa que «los amo». «No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado» (Levítico 19:17). El amor ha de ser practicado de una manera divina, y nunca a expensas de mi amor a Dios; de hecho, sólo cuando Dios tiene el lugar apropiado en mi corazón puede ser ejercido el amor espiritual hacia los hermanos. El verdadero amor no consiste en darles satisfacción, sino en agradar a Dios y ayudarlos; y sólo puedo ayudarlos en el camino de los mandamientos de Dios.

El halagar a los hermanos no es amor fraternal; el exhortarse uno a otro, instando a proseguir adelante en la carrera que tenemos delante, las palabras que animan a «mirar a Jesús» (corroboradas por el ejemplo de nuestra vida diaria) son de mucha más utilidad. El amor fraternal es algo santo, no un sentimiento carnal o una indiferencia en cuanto al camino que siguen. Los mandamientos de Dios son expresiones de su amor, así como de su autoridad, y el no hacer caso de ellos, aun cuando sea por cariño o afecto al otro, no es «amor» en absoluto. El ejercicio del amor ha de conformarse estrictamente a la voluntad de Dios revelada. Hemos de amar «en verdad» (3 Juan l).

6. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando nos enseña las manifestaciones variadas del amor cristiano. El amar a los hermanos y manifestarles el amor en sus variadas formas es nuestro deber. Pero, en ningún momento podemos hacer esto de modo más verdadero y efectivo, y con menos afectación y ostentación que cuando tenemos comunión con ellos en el trono de la gracia. Hay hermanos y hermanas en Cristo en los cuatro costados de la tierra, de cuyas tribulaciones, conflictos, tentaciones y penas, yo no sé nada; a pesar de ello puedo expresar mi amor hacia ellos, y derramar mi corazón ante Dios en favor suyo, mediante la súplica y la intercesión. De ninguna otra manera puede el cristiano manifestar su cuidado y afecto hacia sus compañeros de peregrinación mejor que usando todos sus intereses en el Señor Jesús en favor suyo, suplicando su misericordia en favor de ellos.

«Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1ª Juan 3:17, 18). Muchos hijos de Dios son muy pobres en bienes de este mundo. Algunas veces se preguntan por qué es así; es una gran prueba para ellos. Una razón por la que Dios permite esto es que otros de sus santos puedan tener compasión de ellos y ministrar a sus necesidades temporales de la abundancia de la que Dios les ha provisto a ellos. El amor real es intensamente práctico; no considera ninguna tarea demasiado baja; ninguna faena humillante, si por medio de ella puede aliviar los sufrimientos del hermano. ¡Cuando el Señor del amor estaba en la tierra, pensaba en el hambre física de las multitudes y en la comodidad de los pies de los discípulos!

Pero hay algunos de los hijos de Dios que son tan pobres que no pueden compartir lo poco que tienen con nadie. ¿Qué pueden, pues, hacer éstos? ¡Pueden hacerse cargo de las preocupaciones espirituales de todos los santos; interesarse en favor de ellos delante del trono de la gracia! Conocemos por cuenta propia los sentimientos, aflicciones y quejas de que otros santos se quejan, por haber atravesado sus mismas circunstancias. Sabemos por experiencia propia cuán fácil es dar lugar al espíritu de descontento y de murmuración. Pero también sabemos, que cuando hemos clamado al Señor que ponga su mano calmante sobre nosotros, y cuando nos ha recordado alguna preciosa promesa, ¡qué paz y sosiego ha venido a nuestro corazón! Por tanto pidamos a Dios que dé su gracia también a todos sus santos en aflicción. Procuremos hacer nuestras sus cargas, llorar con los que lloran, así como gozarnos con los que se gozan. De esta manera expresaremos nuestro amor real por sus personas en Cristo, rogando al Señor suyo y nuestro que se acuerde de ellos en su misericordia sempiterna.

Esta es la manera en que el Señor Jesús manifiesta ahora su amor por sus santos: «Viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:25). Cristo hace de la causa de ellos la suya, y ruega al Padre en favor suyo. Cristo no olvida a nadie: toda oveja perdida se halla cargada en el corazón del Buen Pastor. Así, expresando nuestro amor a los hermanos en oraciones diarias suplicando por sus varias necesidades, somos llevados a la comunión con nuestro Sumo Sacerdote. No sólo esto, pero también sus santos se nos harán más queridos por ello: nuestro mismo rogar por ellos como amados de Dios, aumentará nuestro amor y nuestra estima en favor de los tales. No podemos llevarlos en nuestro corazón ante el trono de la gracia sin tener en lo profundo de nuestro corazón un afecto real por ellos. La mejor manera de vencer el espíritu de amargura contra un hermano que nos ha ofendido es ocuparnos en orar por él.

7. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando nos enseña la manera apropiada de cultivar el amor cristiano. Sugerimos dos o tres reglas para ello. Primero: reconocer desde el principio que tal como hay en ti (en mí) mucho que ha de ser una prueba severa para el amor de los hermanos, habrá también mucho en ellos que va a hacer difícil nuestro amor a ellos. «Soportándoos con paciencia los unos a los otros con amor» (Efesios 4:2) es una gran amonestación sobre este tema que ninguno de nosotros debería olvidar. Es sin duda singular que la primera cualidad del amor espiritual que se menciona en 1ª Corintios 13, es la de «es sufrido» (versículo 4).

Segundo: la mejor manera de cultivar cualquier virtud o gracia es ejercitarla. El hablar teorizar sobre ella no sirve para mucho, a menos que se ponga en acción. Muchas son las quejas que se oyen hoy en día sobre la escasez de amor evidente en muchos lugares: ¡ésta es una razón más para que procuremos nosotros dar un mejor ejemplo! Que la frialdad y desinterés de los otros no diluyan tu amor, sino «vence con el bien el mal» (Romanos 12:21). Considera en oración 1ª Corintios 13 por lo menos una vez cada semana.

Tercero: por encima de todo procura que tu propio corazón se recree en la luz y calor del amor de Dios. Cuanto más te ocupes del amor de Cristo para ti, invariable, incansable, insondable, más se sentirá tu corazón atraído en amor a aquellos que son suyos. Una hermosa ilustración de esto se halla en el hecho que el apóstol particular que escribió más acerca del amor fraternal fue el que reclinó su cabeza sobre el pecho del Maestro. El Señor conceda la gracia necesaria al lector y al autor (que tiene de ello más necesidad que nadie), de observar estas reglas, para la alabanza y gloria de su gracia, y para el bien de su pueblo.

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