Redefiniendo éxito en el Ministerio
(Por John MacArthur)
Si juzgamos el éxito por los estándares del mundo, algunos podrían estar inclinados a evaluar la carrera del liderazgo de Pablo como un fracaso abyecto y una decepción amarga.
En los días finales de su vida, cuando Pablo escribió 2 Timoteo, Lucas fue prácticamente su único contacto con el mundo exterior (4:11). Pablo estaba recluido en un calabozo romano, temiendo el frío salvaje del invierno venidero (vv. 13, 21), y sin ninguna esperanza de liberación de la sentencia de muerte que había sido impuesta en él. Él sufrió por el desprecio sádico de sus enemigos. Él había sido incluso abandonado o rechazado por algunos de sus amigos más cercanos. Él escribió, “Ya sabes esto, que me abandonaron todos los que están en Asia” (2 Timoteo 1:15). “Asia” se refiere a Asia Menor, donde Pablo enfocó su obra misionera. Efeso, donde Timoteo pastoreó, era la capital de esa región. Así es que Pablo no decía a Timoteo ninguna cosa que Timoteo no supiese de primera mano. En ese tiempo de persecución cruel, la asociación con Pablo se había vuelto tan costosa que todos menos unos cuantos de los propios hijos espirituales del apóstol en efecto le habían repudiado y abandonado.
Es por esto que las personas que ven cosas superficialmente podrían pensar que el fin de la vida de Pablo fue trágico. A primera vista, aun podría parecer que como si sus enemigos finalmente le habían derrotado.
¿Un fracaso? Realmente, el apóstol Pablo no fue un fracaso como líder en ninguna medida. Su influencia continúa en todo el mundo incluso hoy. Por contraste, Nerón, el emperador romano corrupto pero poderoso que ordenó la muerte de Pablo, es una de las figuras más despreciadas de la historia. Esto es sin embargo otro recordatorio de que la influencia es la prueba verdadera del liderazgo de una persona, no el poder o la posición de por sí. De hecho, una mirada cuidadosa en cómo la vida y el ministerio de Pablo vino a un fin que nos puede enseñar mucho sobre cómo medir el éxito o el fracaso de un líder.
La primera parte del largo encarcelamiento de Pablo y el juicio ante Nerón aparentemente terminó en la liberación del apóstol en algún momento antes de AD 64, porque él escribió las epístolas de 1 Timoteo y Tito como un hombre libre (1 Timoteo 3:14-15; 4:13; Tito 3:12). Pero esa libertad fue de breve duración. En julio del año 64, siete de catorce distritos de Roma se quemaron. Cuando el fuego original fue casi apagado, otro fuego, ventilado por vientos agudos, surgió de otro distrito. Los rumores circularon de que Nerón mismo había ordenado quemar la ciudad para dar lugar a algunos proyectos de edificios ambiciosos, incluyendo un palacio de oro para él mismo.
Intentando desesperadamente desviar sospecha, Nerón culpó a los cristianos por provocar los incendios. Eso empezó la primera parte de varias principales campañas agresivas por el gobierno romano para destruir la iglesia. Los cristianos en Roma fueron acorralados y fueron ejecutados en formas inenarrablemente crueles. Algunos fueron cosidos en pieles de animal y destrozados hasta morir por perros. Los otros fueron empalados en estacas, ahorcados, y quemados como antorchas humanas para iluminar las fiestas en el jardín de Nerón. Muchos fueron decapitados, puestos como alimento para leones, o eliminados de otra manera por orden de Nerón en formas igualmente crueles.
Durante esa persecución, Pablo fue de nuevo tomado como prisionero por las autoridades romanas, traído a Roma, sometido a persecución y tormento (2 Timoteo 4:17), y finalmente ejecutado como un traidor por su devoción implacable al señorío de Cristo.
A todo lo largo de su primer encarcelamiento en Roma, Pablo había sido mantenido bajo arresto domiciliario (Hechos 28:16, 30). Se le dio libertad para predicar y enseñar a aquellos que le visitaban (v. 23). Él estaba bajo guarda constante de un soldado romano pero fue tratado con respeto. La influencia de su ministerio por consiguiente había alcanzado justo en el grupo familiar de César (Filipenses 4:22).
El segundo encarcelamiento de Pablo, sin embargo, fue notablemente diferente. Él fue prácticamente aislado de todo contacto y mantenido encadenado en un calabozo (2 Timoteo 1:16). Él fue probablemente sostenido clandestinamente en la Prisión Mamertina, junto al foro romano, en un calabozo pequeño, oscuro, sin abrigo cuya única entrada era un hueco en el cielo raso apenas lo suficientemente grande para que una persona pasara por allí. El calabozo mismo no era grande; cerca de la mitad del tamaño de un garaje de un solo carro. Sin embargo fue algunas ocasiones utilizado para mantener hasta cuarenta prisioneros. La incomodidad, la oscuridad, el hedor, y el sufrimiento eran casi insoportables.
Ese calabozo todavía existe, y he estado en el. Los limites sofocantes y claustrofóbicos de ese hueco oscuro son escalofriantes y deprimentes incluso hoy. Es allí (o en un calabozo semejante a eso) donde Pablo pasó los últimos días de su vida.
No hay registro confiable de la ejecución de Pablo, pero él obviamente supo que el fin de su vida era inminente cuando él escribió su segunda epístola a Timoteo. Evidentemente él ya había sido puesto a juicio y condenado por predicar a Cristo, y quizá el día de su ejecución estaba ya programado. Él le escribió a Timoteo: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano.” (2 Timoteo 4:6).
Naturalmente, hay notas de tristeza profunda en la epístola final de Pablo. Pero su tema dominante es triunfo y no derrota. Pablo escribió esa última carta a Timoteo para alentar al joven pastor a ser valiente y a continuar siguiendo el ejemplo que él había aprendido de su mentor apostólico. Lejos de escribir una concesión de fracaso, Pablo hace sonar una nota de victoria: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.” (2 Timoteo 4:7-8).
De cara a su martirio inminente, Pablo no tuvo miedo, ningún desaliento, y ningún deseo de permanecer en este mundo. Él deseaba estar con Cristo y con entusiasmo anticipó la recompensa que él recibiría en el siguiente mundo. Por consiguiente, al revisar el curso de su vida, él no expresó lamento, ningún sentido de incumplimiento, y ningún sentimiento de incompletitud. No había el menor deber dejado incompleto. Él había terminado el trabajo que el Señor le dio por hacer, tal como en Hechos 20:24 el esperaba y oraba: “…con tal que acabe mi carrera con gozo.”
Pablo midió su éxito como un líder, como un apóstol, y como un cristiano por un solo criterio: Él “ había guardado la fe” — queriendo decir tanto que él había permanecido fiel a Cristo y que él había mantenido el mensaje del evangelio de Cristo intacto, tal y como él lo había recibido. Él había proclamado la Palabra de Dios fielmente y sin temor. Y ahora él le pasaba la batuta a Timoteo y a otros, que podrían “enseñar a otros también” (2 Timoteo 2:2).
Por consiguiente, Pablo afrontó su muerte con un espíritu triunfante y con un sentido profundo de gozo. Él había visto la gracia de Dios cumplir todo lo que Dios diseñó en él y a través de él, y ahora él estaba listo para verse cara a cara con Cristo.
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