EL DECRETO DE NAZARET
En 1879, una rara pieza de mármol cubierta de caracteres escritos entró en el Cabinet des Médailles de París. Aunque en apariencia no tenía una importancia especial en su texto daba testimonio de la manera en que el cristianismo se había convertido en un mensaje inquietante para el imperio romano a poco más de una década de la muerte de Jesús. En los años siguientes iba a ser conocida como el Decreto de Nazaret.
La curiosa placa de mármol que había encontrado su lugar en el Cabinet des Médailles de París formaba parte de la colección Froehner y el único dato acerca de su origen es la nota que figura en el inventario manuscrito del propio Froehmer donde se la calificaba como “Dalle de marbre envoyée de Nazareth en 1878”. Se trataba, por lo tanto, de una pieza enviada desde Nazaret, la pequeña localidad galilea donde Jesús había pasado la mayor parte de su vida. La primera persona que mostró interés por la pieza fue M. Rostovtzeff, el gran historiador de la economía helenística y romana, unos cincuenta años después de que la misma llegara supuestamente a París. A pesar de que el contenido parecía ser meramente jurídico como veremos más adelante a Rostovtzeff no se le escapó las posibles connotaciones religiosas y llamó la atención de F. Cumont, precisamente un historiador de las religiones ya muy popular en esa época, sobre la misma. Cumont estudió la pieza arqueológica y procedió a publicar su texto en 1930.
La inscripción estaba en griego -aunque cabe la posibilidad de que se escribiera en latín originalmente- y lleva el encabezamiento de “Diátagma Kaísaros”, es decir, “decreto de César” en lengua griega. Su texto era, traducido al español, el siguiente: “Es mi deseo que los sepulcros y las tumbas que han sido erigidos como memorial solemne de antepasados o hijos o parientes, permanezcan perpetuamente sin ser molestadas. Quede de manifiesto que, en relación con cualquiera que las haya destruido o que haya sacado de alguna forma los cuerpos que allí estaban enterrados o los haya llevado con ánimo de engañar a otro lugar, cometiendo así un crimen contra los enterrados allí, o haya quitado las losas u otras piedras, ordeno que, contra la tal persona, sea ejecutada la misma pena en relación con los solemnes memoriales de los hombres que la establecida por respeto a los dioses. Pues mucho más respeto se ha de dar a los que están enterrados. Que nadie los moleste en forma alguna. De otra manera es mi voluntad que se condene a muerte a la tal persona por el crimen de expoliar tumbas.”
El texto contenía, sin lugar a dudas, una disposición curiosa porque no se limitaba a prohibir severamente la profanación de tumbas o el robo de cadáveres sino, fundamentalmente, el que éste se llevara a cabo con ánimo de engañar. Sabido era -lo decía el mismo texto- que la orden se debía al emperador pero ¿cuál? y, sobre todo, ¿por qué lo había promulgado? En primer lugar, el análisis paleográfico de la escritura de la inscripción dejó de manifiesto que la misma pertenecía a la primera mitad del s. I d. de C. lo que obligaba a pensar en Tiberio, Calígula o Claudio. La posibilidad de acotar al autor se reducía más cuando se tenía en cuenta que Nazaret -junto con el resto de Galilea- no fue situada bajo dominio imperial en el 44 a. de C. Por lo tanto, tenía que ser un emperador de la primera mitad del s. I d. de C. pero posterior a esa fecha. Tales circunstancias apuntaban forzosamente a Claudio.
Cuestión más difícil de determinar eran la “ratio legis” del decreto y la explicación relativa a la severidad de la pena. El saqueo de tumbas no era nada novedoso y, como ya hemos señalado, su castigo estaba contemplado en el derecho romano. Sin embargo, en este caso se trataba de una disposición emanada directamente del emperador que además pretendía ser sancionada con el ejercicio de la pena capital. La única explicación plausible de semejantes circunstancias es que Claudio podría ya conocer el carácter expansivo del cristianismo. De hecho, el haber investigado mínimamente el tema le habría revelado que la base del empuje de la nueva fe descansaba en buena medida en la afirmación de que su fundador, un ajusticiado judío, ahora estaba vivo. Tal afirmación, a su vez, descansaba directamente sobre el hecho inexplicado de que su cadáver había desaparecido de la tumba a los tres días de la ejecución. Dado que la explicación más sencilla para esta circunstancia era que el cuerpo había sido robado por los discípulos para engañar a la gente con el relato de la resurrección de su maestro, el emperador habría determinado la imposición de una pena durísima encaminada a evitar la repetición de tal crimen en Palestina. La orden -siguiendo esta línea de suposición- podría haber tomado la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado en Siria y, presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Palestina asociados de una manera especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, posiblemente, Jerusalén y Belén.
En un sentido muy similar al aquí expuesto se manifestaron también autores como Arnaldo Momigliano y, posteriormente, F. F. Bruce. Existe además un factor añadido que aboga en favor de esta explicación y es la estrecha relación -verdadera amistad- entre Herodes Agripa y Claudio. Aunque Herodes es mencionado muy elogiosamente en las fuentes judías como el último intento de mantener un gobierno regio independiente sobre Israel, lo cierto es que se caracterizó por una abierta hostilidad contra los cristianos. Fue él quien ordenó la decapitación del apóstol Santiago y también tuvo la intención de ejecutar a Pedro, una situación que sólo se vio impedida cuando el apóstol se fugó de la prisión. Para Claudio, por lo tanto, los cristianos eran conocidos y no precisamente bajo la luz más favorable. En los años cuarenta del s. I, por lo tanto, la persecución directa contra los cristianos era llevada a cabo exclusivamente por los adversarios judíos de la nueva fe pero ya existían indicios de una cierta animadversión oficial por parte del imperio. En algo más de una década, ese imperio se convertiría en el principal perseguidor del cristianismo, una condición que mantendría a lo largo de cerca de tres siglos y de la que emergería como vencido.
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