lunes, 8 de junio de 2009

La Lascivia derrotada por el anhelo por Dios

Me dio un placer perverso saber que ese mismo Agustín, unos años antes, había orado: “Dame castidad, pero no todavía”. Por un tiempo él demoró la pureza a fin de saborear unas cuantas delicias más. ¿Por qué es que yo despreciaba los relatos de los santos que habían triunfado sobre la tentación, pero me encantaba saber de los que habían cedido? Para este pecado debe también de haber un nombre.

Yo aborrecía el sexo la mayor parte del tiempo. No lo podía concebir como parte alguna del equilibrio de mi vida. Claro que conocía sus placeres. Tal es su atracción gravitacional. Pero esos cortos instantes de placer eran contrabalanceados por días de angustia bajo el peso de la culpa. No podía conciliar mi mundo de fantasía del placer con mi mundo corriente de sexo en el matrimonio. Empecé a ver el sexo como otra de las equivocaciones de Dios, como los huracanes o los terremotos. En último análisis, el sexo sólo traía dolor. Sin este aspecto, yo podía verme como ejemplo de pureza y santidad y todas esas otras cosas a que la Biblia nos exhorta. Pero con el sexo, todo crecimiento espiritual parecía irremediablemente inalcanzable. Quién sabe si Orígenes (que escogió la castración) realmente estaba en lo cierto.

“Ciertamente la piedad es muy difícil de adquirir. Pero esta dificultad no nace de la religión que podamos adoptar, sino de la irreligión que persiste en nosotros. Si nuestros sentidos no rechazaran la penitencia, y si nuestra corrupción no se opusiera a la pureza de Dios, no habría en esto nada de doloroso para nosotros. Sufrimos sólo en la proporción en que el vicio que es natural en nosotros opone resistencia a la gracia sobrenatural. Nuestra alma se ve atrapada entre estas dos fuerzas contrarias. Pero sería muy injusto imputarle este conflicto a Dios, que quiere atraernos, en vez de al mundo, que nos quiere retener.

Es como un niño al que su madre arranca de brazos de secuestradores. En los golpes que sufre, debería aceptar complacido la legítima violencia de aquella que con amor procura su libertad, y aborrecer la violencia impetuosa y tiránica de los que sin derecho quieren retenerlo. La más cruel de las guerras que Dios podría desatar contra los hombres en esta vida es dejarlos sin aquella guerra que Él vino a traer. 'No penséis que he venido para traer paz a la tierra —dice—. No he venido para traer paz sino espada.' Antes de Él, el mundo vivía en una falsa paz.”—Blaise Pascal en Pensamientos

PARTE II

EL RESCATE

He descrito con algún detalle mi desliz hacia abajo no para alimentar alguna veta morbosa en el lector, y ciertamente en manera alguna para ahondar su propio conflicto si también estuviera pasando por algo parecido. Relato mis luchas porque son reales, pero también para demostrar que hay esperanza, que Dios está vivo, y que su gracia puede ponerle fin al ciclo terrible de lascivia y depresión. Aunque mi mensaje de fondo es de esperanza, hasta que no se produjo la curación, no tuve fe en que alguna vez podría ocurrir. Yo había orado pidiendo ayuda docenas, no, cientos de veces, sin tener respuesta.

Los teólogos encontrarán defecto en mis oraciones o en la fe con que las decía. Pero ¿es que alguien puede asignarse el terrible derecho de juzgar las oraciones de un semejante que se retuerce en tormento mental y en la agonía de un vacío de espiritualidad? Yo por cierto jamás me atribuiré ese derecho, especialmente luego de diez años de guerra contra el pecado de la lascivia.

Y esto sin mencionar el efecto de la lascivia en mi matrimonio. No lo destruyó, no me llevó a buscar la excitación sexual que deseaba en alguna relación de adulterio o con prostitutas, ni siquiera me indujo a tratar de extraer mayor compensación de las capacidades sexuales de mi esposa. El efecto fue de un orden mucho más sutil. Consistió, creo, en una desvalorización progresiva de ella como ente sexual. La gran mentira que emana de ciertas revistas y programas de televisión es que la belleza física y la sonrisa insinuante pueden estar al alcance de la mano. La imaginación se encarga de levantar seductores castillos en el aire.

Pero la realidad es que si acertara a tener de vecina en el asiento del avión a una de estas bellezas ni siquiera se enteraría de que existo, mucho menos me daría el regalo de una sonrisa. Y sin embargo, como las he visto tantas veces en una variedad de poses, todas destinadas a provocar el pensamiento lascivo, empiezo a hacer comparaciones con mi pobre esposa, y a echar de menos en ella los labios de esta, el busto de aquella o las piernas de la de más allá. De ahí paso a hacer una lista de las pequeñas faltas de mi esposa, y en el proceso pierdo de vista que ella es una encantadora, cariñosa, y atractiva mujer, y que yo tuve la fortuna de encontrarla en mi vida.

Pero el pecado de lascivia ha afectado mi matrimonio en otro aspecto aun más sutil y pernicioso. En el andar del tiempo comencé a tener una visión esquizofrénica del sexo.

La intimidad entre marido y mujer era una cosa. Con nosotros era normal, aunque no tan frecuente como yo habría deseado y además con algunos malentendidos. Pero ¿pasión?, ah, eso era otra cosa. En nuestro matrimonio la pasión brilló por su ausencia.

Lo único que puede decirse es que el sexo conyugal sirvió como una válvula de escape, un desahogo para la pasión que se acumulaba dentro de mí, alimentada por cosas de las que ella no tenía el menor conocimiento. De esto no hablamos nunca, aunque estoy seguro de que ella intuía algo. Yo tengo la idea de que comenzó a verse a sí misma como un objeto sexual; no en el sentido feminista de ser víctima de los apetitos egoístas de su marido, sino en el crudo aspecto de ser no más que el objeto de mi necesidad física, sin ingrediente alguno de pasión o romance.

Así y todo, la esquizofrenia sexual palidece en comparación a la esquizofrenia espiritual de mi vida. ¿Puede alguien imaginar mi desgarramiento interior en las ocasiones de conducir un retiro espiritual, recibiendo suspiros de asentimiento y lágrimas de dedicación de parte de mis devotos feligreses, sólo para volver a mi cuarto y allí devorar el último número de una de mis revistas favoritas? Jamás pude reconciliarme con tal situación, pero tampoco tuve fuerzas para evitarla. Si usted me presiona para que diga en qué grado mi sucumbir a la tentación era una volición consciente, tendría probablemente que buscar alguna respuesta enigmática como la de un personaje de Faulkner cuando le pidieron su idea del pecado original. “Bueno, es algo así –dijo—. No lo tengo que hacer, pero no lo puedo remediar.”

La paradoja es que yo parecía ser más vulnerable a la tentación cuando estaba predicando o empeñado en alguna otra actividad de carácter espiritual. A aquellos que creen que Satanás maneja personalmente todas esas tentaciones no les sorprenderá esta observación.

El deseo lascivo vino a ser el rincón de mi vida en el que Dios no podía penetrar. Yo lo invité a pasar al departamento de mis finanzas personales, el cual reorganizó al tiempo que yo tomaba conciencia del mundo necesitado. Dios puso en orden muchas de mis relaciones personales. Avivó mi vida devocional y mi sentido de la comunión con Él. Pero lo de mi lascivia estaba sellado; era un cuarto prohibido. ¿Cómo puede esto compaginarse con mis protestas anteriores en que clamaba a menudo a Dios para que me librara de mi condición? Yo no lo sé. Sentía el efecto de dos sensaciones opuestas: un poderoso deseo de seguir la santidad y otro irresistible de entregarme a los placeres exóticos del apetito sexual. El magneto es un elemento que resulta igualmente atraído por dos fuerzas opuestas, ninguna de las cuales cancela la otra. Debe ser esto lo que Pablo quiere decir en algunos de esos extraños pasajes de Romanos 7 (algo que me da cierto consuelo). Pero ¿dónde entra Romanos 8 en mi vida?

Aun en los momentos en que tenía al deseo bajo control, cuando podía limitarlo al recorrido visual de ciertas revistas “para adultos”, todavía retenía aquel espacio de mi ser interior donde Dios no podía entrar. Esta condición interfería a menudo en la preparación de mis sermones, y había ocasiones en que me prometía un paso hasta el puesto de revistas si lograba terminar el sermón en hora y media. ¿Puede concebirse peor esquizofrenia?

Tal como puedo recordar los detalles de mi primera caída en los lazos de la lascivia, también recuerdo mis primeros vacilantes intentos de rectificación. Estos se produjeron también durante un viaje fuera de la ciudad en que tenía que hablar en una conferencia.

Esta tendría lugar en un hotel en las montañas, cerca de uno de mis paisajes favoritos. El viaje en auto a lo largo de la costa rocosa de esa región es estimulante, casi como una experiencia espiritual. Hay quienes experimentan esto en el desierto, otros en los campos de caña, otros en las montañas. Para mí, la magnificencia de la creación se hace de ver en cada una de las vueltas del camino a lo largo de esa costa. Hice planes antes de la conferencia para alquilar un auto y pasar tres días recorriendo aquella región costera.

Pero cometí el error de pasar la primera noche en la ciudad. Estaba yo entonces en medio de un plan semi-rígido en el control de mi naturaleza. Hacía algún tiempo que no me había permitido una escapada de esas a cafés de mala reputación. Pero, cómo no, esa misma noche me hallé recorriendo los barrios del pecado buscando ocasión para mis impulsos lascivos. No tuve que andar mucho. Las películas pornográficas anunciadas me dejaban insatisfecho, pero pronto encontré un café donde se exhibían mujeres desnudas en una plataforma giratoria, y allí entré.

¡Qué espectáculo más degradante! Se pagaba una moneda y desde una casilla podía uno contemplar por tres minutos a aquellas infelices muchachas. No había bailes ni movimientos. Sólo mirar. Pasados tres minutos se echaba otra moneda y la cortina se levantaba otra vez. Por doble pago, una de ellas pasaba a una casilla individual donde era posible comunicarse con ella y pedirle que hiciera tal o cual cosa. ¡Pobres mujeres; ganarse el sustento de esa manera, sirviendo para satisfacer la curiosidad morbosa de hombres dominados por el vicio de la lujuria!

Y sin embargo, allí estaba yo, un miembro respetable de la sociedad a sólo tres días de ir a dirigir un retiro espiritual, ¡poniendo monedas junto a otros pervertidos para disfrutar la desnudez de unas infelices prostitutas!

Oleajes de bochorno y de culpa me envolvieron aquella noche. Una vez más mi conciencia me mostraba el cuadro de cuán bajo había yo descendido. ¿Había alguna relación entre esta lascivia animal y el romance que había inspirado la Sinfonía fantástica o el Cantar de los Cantares de Salomón? Por cierto, cada una de esas obras contiene trazas del deseo carnal, pero esto que yo experimentaba estaba desprovisto de toda belleza. Era demasiado grosero y vergonzoso.

Para mí no había nada nuevo en todo este remordimiento. Lo que más me desquició fue mi viaje a lo largo de la costa los dos días siguientes. Seguí mi programa de hospedarme en hotelitos de carácter familiar, de tener mis comidas de frente al mar, observando el paso de los barquitos de vela, de dar solitarios paseos por los rocosos promontorios, cerrando a veces los ojos para recibir en la cara las salpicaduras salinas cuando olas gigantescas rompían contra las rocas, o de parar en puestos del camino para comer langosta o pescado fresco. Pero esta vez no experimenté placer, en absoluto. Mi reacción fue como si hubiera permanecido en casa, bostezando y leyendo el periódico.

Todo el romance había desaparecido, se había secado. Percatarme de esto me trastornó profundamente. Desde todos los puntos de vista, estas experiencias superaban inmensurablemente al goce rastrero de contemplar el cuerpo ajado de una mujer desnuda pasar en una plataforma movible. Y a pesar de eso, mi mente se empeñaba —en forma increíble— en regresar a aquel sórdido lugar de exhibicionismo pornográfico. ¿Es que me estaba volviendo loco? ¿Se estaba marchitando mi espíritu para toda sensación? ¿Se me estaba escapando el alma hacia la nada? ¿O es que estaba siendo poseído por algún demonio?

Pasé como pude por las actividades de la conferencia, aunque cada una de mis charlas fue aplaudida calurosamente. Mis oyentes resultaron bendecidos. Por la noche a solas en mi cuarto mi pensamiento no se envolvió en la pornografía sino que me puse a meditar en lo que había estado ocurriendo dentro de mí en los últimos diez años, y el recuento me dejó aplastado.

Exactamente tres días después pasé la noche con un querido amigo, pastor de una de las grandes iglesias del país. Nunca antes había comunicado aspectos íntimos de mi vida pecaminosa a nadie, pero mi esquizofrenia estaba creciendo a tal grado que sentí que tenía que hacerlo. Él me escuchó callado. Se notaba su compasión y gran sensibilidad al narrarle algunos de mis incidentes, aunque me reservé los más crudos y vergonzosos.

También le expuse algunos de mis temores. Él permaneció sin decir palabra por largo rato, un velo de tristeza reflejaba su rostro. Las tazas de café hirviente que nos habían servido llegaron a enfriarse. Yo esperaba ansioso sus palabras de consuelo o de aliento o de sanidad o algo. En aquellos momentos necesitaba un sacerdote, alguien que me dijera: “Tus pecados han sido perdonados”.

Pero mi amigo no era cura. Lo que hizo él fue algo que jamás esperé. Los labios empezaron a temblarle y luego la piel de la cara se le frunció en involuntarias contracciones. Por último rompió en sollozos, grandes y profundos sollozos, tales como yo solamente recordaba haber visto en funerales. Tras unos momentos, cuando hubo recobrado un poco la calma, supe la sorprendente verdad. Mi amigo estaba llorando no por mí sino por él mismo. Y comenzó entonces a contarme de sus propias aventuras en el campo de la lascivia. Él había pasado por lo mismo, y mucho más, cinco años antes.

Después de esa ocasión me encontré con él docenas de veces, y en cada una me enteré de nuevos y más horribles detalles de su infernal experiencia. Yo sufría mi propia contradicción; él contemplaba el suicidio. Yo leía sobre las desviaciones; él las practicaba.

Yo sentía ciertos desajustes en mi matrimonio; él estaba en trámites de divorcio. Yo no estaba en posición de juzgar a ese hombre; él simplemente se había hundido en el fango en que yo sin duda me hundiría también si seguía por el camino que llevaba.

En el Sermón del Monte Jesús pone en el mismo nivel la lascivia y el adulterio, el odio y el homicidio, no para devaluar el adulterio y el homicidio, sino para destacar la terrible verdad respecto a la lascivia y el odio, entre los cuales existe conexión.

Por semanas viví bajo una nube en que se combinaban sentimientos de condenación y de terror. ¿Había cruzado alguna línea invisible que dejaba a mi alma manchada para siempre? ¿Iba yo también, como mi amigo de confianza, marchando inexorablemente por la ruta de la destrucción sistemática del cuerpo y del alma? Él había clamado por perdón y por ser librado de su esclavitud, lo había hecho con cuanta oración había aprendido en la iglesia y, sin embargo, había caído en semejante abismo. Ya los abogados estaban trabajando en la división de su familia, de su casa y de sus hijos. ¿Es que no había ya escapatoria para él... ni para mí?

Mi esposa ya se estaba dando cuenta de que algo pasaba en mí, pero en quince años de matrimonio ella había aprendido a no reclamar prematuramente una explicación. Por mi parte, yo no había sabido compartir un problema mientras estaba ocurriendo, sino después, cuando tenía algún desenlace lógico y cierta semblanza de solución.

Como al mes de mi conversación con mi amigo, comencé a leer un libro de Francois Mauriac. En el mismo, él explica por qué se abraza a la Iglesia y a la fe cristiana en Francia y en una época en que muy pocos de sus contemporáneos toman en serio la ortodoxia. Yo había leído sólo una de sus novelas, pero la misma mostraba claramente que Mauriac comprendía perfectamente el problema de lascivia que yo experimentaba, y aun más. Con visión de gran artista, había captado él las profundidades de la depravación humana. En él no podía yo encontrar respuestas piadosas.

El libro de Mauriac tiene un capítulo sobre la pureza. Describe el poder de la sexualidad —“el acto sexual no guarda semejanza con ningún otro; se caracteriza por exigencias frenéticas que bordean en lo infinito. Es como una ola de marea”— y su lucha personal con la misma en la atmósfera de una estricta crianza católica. Él también descarta las corrientes apreciaciones evangélicas acerca de la lascivia y el sexo. Y admite que la experiencia de ese pecado y de la inmoralidad es cosa placentera y deseable; de nada vale tratar de fingir que el pecado contiene semillas desagradables que inevitablemente germinan en lo repulsivo. El pecado tiene sus facetas atractivas. El mismo matrimonio, el matrimonio cristiano, declara, no es un remedio para la lascivia. Más bien el matrimonio complica el problema ya que intercala una nueva serie de dificultades. La lascivia sigue buscando la atracción de lo desconocido y el sabor de encuentros y aventuras casuales.

Luego de negar atrevidamente las más comunes de las razones que haya oído para no sucumbir a una vida dominada por la lascivia, Mauriac concluye que hay sólo una razón para buscar la pureza. Es la razón que Cristo propone en las bienaventuranzas:

“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”. La pureza, explica Mauriac, es la condición hacia un amor más elevado, dirigido hacia una posesión superior a todas las posesiones: Dios mismo. Mauriac pasa entonces a citar cómo la mayor parte de nuestros argumentos en favor de la pureza son negativos: Mantente puro o te sentirás bajo el peso de la culpa, o tu matrimonio se deshará o tú mismo sufrirás el castigo. Pero las bienaventuranzas muestran claramente un argumento positivo que encaja a perfección en el patrón bíblico de definir el pecado. Los pecados no son una lista de irritaciones menores compuesta para satisfacer las exigencias de un Dios celoso. Más bien se trata de señalar las cosas que impiden el crecimiento espiritual. Si pecamos somos nosotros los que sufrimos, ya que con ello estamos renunciando al desarrollo del carácter y a la imagen cristiana que habríamos tenido de no haber pecado.

La idea me golpeó como un campanazo en el silencio de un salón a oscuras. Hasta ese momento, ninguno de los argumentos amenazadores y negativos contra la lascivia habían logrado refrenarme de caer en ella. Ni el temor ni la culpa pudieron moverme; lo que hicieron fue agregar auto-desprecio a mis problemas. Pero he aquí que se me presentaba una lista de lo que yo me estaba perdiendo por persistir en la lascivia. Me estaba privando de tener intimidad con Dios. El amor que Él ofrece es de tal trascendencia y poder posesivo que sólo se puede recibir luego de haber pasado por un proceso de purificación y limpieza. ¿Podría Dios, pues, cambiar mi apetencia por otra que yo no había sentido nunca? ¿Podrían las aguas vivas apagar la sed de la lujuria? Ahí tenía yo el reto de la fe.

Tal vez lo que apunta Mauriac parezca obvio y de esperar a aquellos que responden a sus problemas con clichés de tono espiritual. Pero yo conocía lo suficiente acerca de Mauriac y de su historia para saber que su pensamiento era la culminación de una lucha de toda la vida. Quién sabe, supongamos, si la disciplina y la dedicación que van envueltas en la decisión de dejar que Dios nos purgue de nuestras impurezas constituyen la condición indispensable, el paso previo esencial hacia una relación con Dios que yo nunca había conocido.

La combinación del miedo profundo en que me sumió el relato espantoso de mi anciano amigo y el destello de esperanza de que un esfuerzo por alcanzar pureza pudiera de alguna manera transformar el insaciable apetito en que viví por diez años me dio impulso para tratar una vez más de acercarme a Dios en confesión y fe. Sabía que el intento sería doloroso. ¿Podría Dios darme esta vez la seguridad de que, en palabras de Pascal, era el dolor “la violencia amorosa y legítima” necesaria para que yo alcanzara mi libertad?

No puedo decir por qué es que una oración que se ha estado elevando a Dios por diez años es contestada la milésima vez luego de haber sido recibida con silencio 999 veces. No puedo explicar por qué tuve que vivir diez años prácticamente poseído del demonio antes de estar listo para ser liberado. Y, lo más triste de todo, tampoco puedo explicar por qué mi amigo pastor, a raíz de aquella conversación durante la conferencia, rodó increíblemente cuesta abajo hacia su destrucción total. Su matrimonio se desplomó.

En estos momentos él puede estar al borde de la locura o del suicidio. ¿Por qué? No tengo la respuesta. Pero lo que sí puedo decirles, especialmente a los que han seguido este detallado relato de mi odisea, que acaso corresponda a la propia de ellos, es que Dios en verdad al fin vino en mi auxilio. Esto puede que suene a herejía, pero para mí, al cabo de tantos años de fracaso, pareció como si Dios, luego de una larga ausencia, hubiera decidido estar allí. Oré sin ocultar nada (¿ocultarle a Dios?), y me oyó.


Pero ahora tenía al frente el duro paso del arrepentimiento. Según C.S. Lewis, el arrepentimiento “no es algo que Dios exija de uno antes de recibirlo y de lo cual podría dejarlo fuera si así lo quisiera; es simplemente una descripción de lo que significa rectificar uno su rumbo”. Para mí rectificar tenía que incluir una larga conversación con mi esposa, la que por diez años había sufrido en silencio y a menudo en ignorancia. Es contra ella, no sólo contra Dios, que pequé. Es mi impureza lo que había impedido el desarrollo de nuestro amor, de la misma manera que había obstaculizado el que yo experimentara el amor de Dios. Una calurosa noche de verano descansábamos en la cama. Yo hablaba sin cesar sobre esto o aquello sin lograr concentrarme. Así transcurrió como una hora, hasta que al fin, como a la media noche, tuve fuerzas para empezar.

Se lo conté casi todo, a sabiendas de que estaba volcando sobre ella una carga que tal vez no podría soportar. A menudo me he preguntado por qué Dios me dejó agonizar por toda una década antes de buscar liberación. Quizás es que mi esposa necesitaba de todo ese tiempo para adquirir la madurez que le permitiera escuchar todo lo que le conté aquella noche. Cosas mucho menores por poco hacen naufragar nuestro matrimonio en ocasiones anteriores. Pero de alguna manera esa noche se encarnó en ella la gracia de Dios para mí.

Yo le había hecho mucho daño; solamente ella podría decir cuánto. No era cuestión de adulterio; no estaba involucrada otra mujer, cosa que le habría ayudado a volcar su resentimiento, y quizás esto hacía la situación aun más dura para ella. Esos diez años los había pasado notando cómo una invisible neblina se colaba dentro de mí, que me hacía proceder de manera extraña y me alejaba de ella. Y ahora había oído lo que a menudo había sospechado, algo que para ella debe haber sonado como total rechazo: No eras satisfactoria sexualmente para mí, por lo cual yo tenía que buscarlo en otra parte.

Y, sin embargo, a pesar de todo aquel dolor y del remolino de emociones que debe haber girado en su interior, me dio su perdón y su amor. Cargó contra mi enemigo como el suyo también. Hizo mi ansia de pureza la suya. Me dio amor, y aun ahora cuando hilvano estas palabras, las lágrimas me surcan el rostro, porque ese amor, ese inmensurable amor, es demasiado incomprensible e inmerecido para mí. Pero allí estaba.

“¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ... Porque Dios soy y no hombre, el Santo en medio de ti” (Oseas 11:8,9).

San Agustín, que escribió con mucha elocuencia acerca de sus batallas interiores, compara nuestra condición aquí en la tierra a una ciudadanía simultánea en dos ciudades. Y la atracción de la ciudad del hombre a menudo entorpece el llamado de la ciudad de Dios. La ciudad del hombre es visible, sustantiva, real, y como tal su magnetismo es mucho más fuerte. La ciudad de Dios es etérea, invisible, envuelta en el manto de la duda, lejana, aceptada sólo por la fe.

Esa modelo que me mira desde las páginas de una revista frívola, con sonrisa insinuante, apenas vestida y ondulando su cuerpo, es la ciudad del hombre. Esa mujer, y lo que representa, se adapta bien a las apetencias de mi cuerpo y a las hormonas que produce, así como a los complejos de mi niñez reprimida y a todo lo demás que puede haber contribuido a mi obsesión de lascivia. Los limpios de corazón verán a Dios. Sobre el trasfondo de la atrayente modelo, esa promesa no alcanza mucha dimensión. Pero esa es la mentira del engañador, y la doblez de la realidad que somos llamados a vencer. La Ciudad de Dios es la que es real, sustantiva, la que lo es todo. Lo que llego a ser cuando fortalezco mi ciudadanía en ese reino es de mucho más valor que cuanto yo pudiera esperar de cumplirse todas mis fantasías.

Ha pasado un año desde aquella conversación tarde en la noche con mi esposa. Y un milagro ha ocurrido en este tiempo. La guerra dentro de mí ha amainado; sólo quedan algunos francotiradores. Tuve una recaída, sin embargo. Una vez, andando por las calles de Santiago, sentí que algo me empujaba —sí, literalmente— hacia uno de esos centros pornográficos. Pero no habían pasado diez segundos cuando me sentí aplastado por una sensación de horror. La cabeza me daba vueltas. El maligno me estaba reconquistando. Tuve que salir de allí como un bólido.

Salí literalmente corriendo a cuanto podía de aquel lugar. Me sorprendió comprobar todo lo que había cambiado. Antes me había sentido seguro cuando cedía al reclamo de la lascivia y la guerra interior cesaba por momentos. Pero esta vez me sentí seguro lejos de la tentación. Oré pidiendo fortaleza y me alejé de allí.

Descontando aquel encuentro, me he visto libre de tales impulsos. Por supuesto que sigo notando a las jóvenes que van con vestidos minúsculos y muestran sus encantos. Ellas saben esta realidad y por eso salen así a la calle. Pero el terror ha cesado. La gravitación ha desaparecido cuando paso frente a los puestos de revistas. Ya son doce meses los que he pasado por allí sin detenerme a hojear ninguna. Ni tampoco he entrado a las páginas pornográficas en mi computadora.

Tampoco experimento una sensación de pérdida. Solía gozarme en la contemplación de bellas mujeres, tanto en lo artístico como en lo del deseo lascivo. Pero hoy llevo por dentro una especie de contrapeso que me mantiene en equilibrio y me avisa cuando me estoy apartando del rumbo correcto. Luego de diez años tengo por fin un estanque de reserva del cual sacar fortaleza, así como una conciencia. He hallado que me es necesario mantenerme en abierta y franca comunión con Dios y con mi esposa en el más leve asomo de tentación.

La guerra interior existe todavía. Es ahora una batalla contra la idea de que nuestro destino lo da la biología. Considerando a los hombres como una especie más, algunos científicos proclaman aquello de la supervivencia de los más aptos, que ciertas cualidades como la belleza, inteligencia, fortaleza y capacidad son factores de valor para determinar la utilidad de la gente, que la lascivia es una adaptación innata para asegurar la propagación de las especies. La caridad, el amor, la compasión y el recato chocan contra tal género de filosofía materialista. Algunas veces chocan hasta con nuestros propios cuerpos. La Ciudad de Dios puede parecer un espejismo; mi lucha es dejar que Dios me convenza de su realidad.

Mi vida ha pasado por dos nuevas experiencias que, tengo que admitir, han sobrepasado a cualquier sentimiento de pérdida que pudiera quedar en mí por abandonar la lascivia.

En primer lugar, he llegado a conocer que Mauriac estaba en lo cierto. Dios ha sido fiel a su parte en la transacción. Por vías que hasta ahora no había sospechado, he llegado a ver a Dios. En ocasiones he tenido una experiencia con Él que me ha dejado anonadado por su profundidad e intimidad, una experiencia de un orden que ni siquiera imaginaba que podía existir. Algunos de estos casos han tenido lugar mientras oraba o leía la Biblia.

Otros cuando sostenía conversaciones importantes con ciertas personas. Y uno, el más memorable de todos, mientras hacía uso de la Palabra en una convención de cristianos. En tales ocasiones me he sentido poseído, pero ahora con acompañamiento de gran gozo (la lascivia es una triste parodia de la plenitud del Espíritu). Estas experiencias me han dejado conmovido y sensible, a la vez que renovado y purificado. Yo no tenía noción de que existía esta clase de experiencias con Dios. Ni tampoco las había procurado excepto en el sentido general de buscar la pureza. Dios se me reveló. La Ciudad de Dios está tomando forma ante mis ojos.

Y algo más ha sucedido, algo que ni siquiera le he pedido a Dios. La pasión está volviendo a mi matrimonio. Mi esposa se ha transformado en objeto de amor romántico. El cuerpo de ella, no el de ninguna otra mujer, está gradualmente adquiriendo un poder de gravitación que antes estaba esparcido por todo el universo del sexo. Y el mismo acto sexual, a menudo una fuente de irritación y trauma para mí tanto como de experiencia placentera, está empezando a tomar aquella calidad mística y trascendente así como de indescriptible delicia que debe de haber tenido en su diseño original. Estos dos hechos, ocurriendo uno tras otro, me han convencido de por qué los místicos, incluyendo a los escritores bíblicos, tienden a citar la experiencia de la intimidad sexual como metáfora del éxtasis espiritual. Hay veces en que los vestigios de gracia que puedan quedar en la ciudad del hombre muestran un sorprendente parecido con lo que nos espera en la Ciudad de Dios.

La misión de la iglesia no es adaptar a Cristo a los hombres, sino los hombres a Cristo.

—Dorothy Sayers

2 comentarios:

L-aura dijo...

Esta historia realmente me ha abierto los ojos ante el tema de la LASCIVIA. Por años vacile con el temor de pecar de lascivia al experimentar placer con mi pareja. Gracias por compartirla. Conoci la verdad y ella me hizo libre!!

Unknown dijo...

Gracias por compartir su historia, es de gran ayuda para mi conocer que alguien tan "cercano a Dios" sufrio de este mal, por que ahora los cristianos no hablamos de este tipo de pecados, creyendo que no los sufrimos, y por lo tanto luchando solos con la lasivia. Yo conozco que Dios es grande y me hace llorar el saber que Dios tuvo una respuesa para usted apesar de los años, me hace pensar que quiza despues de mis años y mis caidas constantes que han llegado a mi indiferencia y justificacion a mi lasivia aun puede tener solucion en Dios. Dios lo siga bediciendo grandemente y gracias por sus palabras.