La Cruz y el Velo del Templo
Nadie se puede llamar a si mismo cristiano, si no ha estudiado en el Antiguo Testamento el tabernáculo donde moraba Dios en el pasado, cuando se reveló veladamente a Su Pueblo, los Judíos.
El diseño tan específico del tabernáculo, nos puede ir enseñando acerca del propósito que tenía Dios con Su Pueblo.
No voy a hacer en esta entrada un estudio profundo de este tabernáculo, porque eso es tarea de cada uno de ustedes, dentro de sus obligaciones semanales como siervos del Reino.
Lo que hoy me insta a escribir es la relación del velo del tabernáculo – o del Templo en los días que Jesús vivió en la tierra – con la cruz del calvario.
Quiero citar a Tozer aquí ya que considero que sus palabras en relación al velo pueden ayudarnos a comprender la magnitud de nuestra maldad.
La omnipresencia de Dios es una cosa, y es un hecho solemne, necesario para su perfección. Pero la manifestación de su presencia es otra cosa muy distinta. Y hemos huido de la presencia de Dios, como huyó Adán cuando se ocultó entre los árboles del huerto, o hemos exclamado como Pedro, “¡Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador!”
La obra completa de Dios en la redención tiene por objeto desbaratar los efectos de aquella vil sublevación, y ponernos otra vez en correcta y eterna relación con él. Para eso es necesario que nos despojemos de nuestros pecados, que se efectúe la entera reconciliación con Dios y vivamos de nuevo en su presencia como antes. La gracia proveniente de Dios es la que nos induce a buscarle y volver a su presencia.
No he encontrado palabras más sencillas para explicar el fenómeno de nuestra rebelión y de nuestro gran problema existencial. El quid de toda la existencia humana – ya lo decía Salomón – es ésta: “Teme al Señor y guarda sus mandamientos”, pero ¿cómo podemos hacerlo? La respuesta es intelectualmente simple de entender, pero demasiado compleja para ponerla en práctica. Tan compleja que se necesita que el Todopoderoso creador de los cielos y la tierra, venga en nuestro auxilio.
La respuesta la encontramos en la cruz del calvario, en el drama cósmico de Dios muriendo como el más vil, menospreciado y maldito de todos los hombres. Cuando Cristo derrama toda su Sangre para nuestra Justificación delante del Padre, y por consiguiente muere, sucede algo extraño en el templo que estaba en Jerusalén; el velo que separaba el lugar santo del santísimo se rasga de arriba a abajo y se parte en dos.
Aun cuando un creyente se goce estando en el culto, eso no quiere decir que ha entrado a la presencia de Dios. Hay otro velo que separa el lugar santo del santísimo. Lo más importante del Tabernáculo era que la presencia de Jehová estaba allí. Allí, detrás del pesado velo, estaba Dios. Del mismo modo la presencia de Cristo en el alma del creyente es el hecho más importante del cristianismo.
La clase de cristianismo actualmente de moda parece tener una noción solamente teórica de la presencia de Dios. Los que lo enseñan no parecen entender el privilegio que tiene el cristiano de saber que cuenta con la presencia de Dios. Se dice que estamos en la divina presencia posicionalmente, pero nada se menciona de la necesidad de estar en esa presencia experimentalmente. El fervor ardiente que inflamó a tantos hombres de Dios en el pasado parece haber desaparecido completamente. La actual generación de cristianos se mide a sí misma por esta medida imperfecta. Un contentamiento innoble ha reemplazado al celo ardiente. Nos declaramos satisfechos con nuestras posiciones legales y poco nos importa la presencia o no presencia de Dios en nuestra vida.
Tozer está hablando de esa postura intelectual, de llamarse cristianos nominalmente y no experimentalmente, de esos cristianos que no tienen deseo por Dios y que su corazón no se inflama al saber que puede estar en su presencia. Algunas personas van a un culto dominical y alegan que no les gustó la alabanza. ¡¿Qué?! ¿Acaso estamos pagando entrada como a un concierto para salir satisfechos y contentos por cómo nos sentimos nosotroscon las canciones allí entonadas? Dónde quedan esas lecturas del Apocalipsis donde podemos encontrar a los 24 ancianos adorando al Rey Supremo con todo lo que poseen, y postrados con todo su ser gozándose en glorificar al que es digno de toda alabanza.
Pero el más alto grado del amor de Dios no es intelectual, sino espiritual. Dios es espíritu, y únicamente el espíritu del hombre puede llegar a conocerlo en realidad. El fuego divino debe arder en las profundidades del espíritu del hombre. Al no ser así, el amor del hombre no puede ser verdadero amor de Dios. Los grandes en el Reino de Dios son aquellos que lo han amado a El en el espíritu más que otros.
Los corazones capaces de quebrantarse hasta lo sumo, movidos por el amor al Dios trino y único, son aquellos que han estado en presencia de la Deidad, y la han contemplado con ojos despejados. Los hombres de corazón quebrantado son incomprensibles para la gente común. Ellos hablan habitualmente con autoridad espiritual. Han estado en la presencia de Dios, y hablan de lo que han visto allí. Son profetas, no escribas. El escriba habla de lo que ha leído; el profeta relata lo que ha visto. Esta distinción no es imaginaria. Entre el escriba que ha leído y el profeta que ha visto hay una separación abismal. Hoy en día tenemos infinidad de escribas, pero muy pocos profetas.
Y sucede que cuando un cristiano ha estado en la presencia de Dios, y habla con autoridad, se gana el desprecio y el aborrecimiento de todos los demás que no lo comprenden por hablar con un denuedo similar al de los orgullosos cuando se jactan de sus propias justicias. Pero cuando alguien habla por su propia cuenta, a ese lo escuchan. Cuando un profeta habla de lo que ha visto y oído, a ese lo desprecian y lo insultan ¡Podíamos pedir algo menos! No, porque ya lo había dicho nuestro Señor: “Si al padre de familia llamaron Belzebú, ¿Cuánto más a los de su casa?”
Le oímos decir al novio, “Déjame ver tu rostro, déjame oír tu voz, porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto” (Cantares 2:14).Nos damos cuenta que estas palabras se dirigen a nosotros, sin embargo, tardamos en responder a ellas. ¿Qué es lo que nos impide entrar? ¿Qué es ese algo? No es otra cosa que el velo de separación que conservamos en el corazón. Este velo impide que veamos el rostro de Dios. Y no es otro que el velo de nuestra naturaleza humana caída, que aún no ha sido juzgada, crucificada y repudiada dentro de nosotros. Es el velo, de la supervivencia de nuestro “yo,” que nunca hemos querido doblegar, y que no hemos sometido a la crucifixión. Este velo sombrío nada tiene de misterioso, ni es difícil identificarlo. Basta que echemos una mirada a nuestro corazón para que
lo veamos, recosido y remendado y reinstalado, verdadero enemigo de nuestra vida y real impedimento de nuestro progreso espiritual. Me atrevo a mencionar los hilos con los cuales se ha tejido ese velo interior. Está entretejido con los delicados hilos del egoísmo, cruzados con los pecados del
espíritu humano. Esto no es algo que nosotros hacemos, sino algo que nosotros somos, y en esto reside su sutileza y poder.
Para ser específicos, estos pecados del ser interior son la justificación propia, la propia conmiseración, la autosuficiencia, la admiración de sí mismo y el amor propio. Y otra cantidad de pecados semejantes. Ellos están tan profundamente metidos en nuestra naturaleza, y son tan semejantes a nuestro modo de ser que es muy difícil verlos, hasta que la luz de Dios se enfoca sobre ellos. Las manifestaciones más groseras de estos pecados, egoísmo, exhibicionismo, autoalabanza, que exhiben aun grandes líderes cristianos, son toleradas en los círculos más ortodoxos, aunque parezca extraño que lo digamos. Muchas personas llegan hasta identificarlos con el evangelio. No es cinismo decir que dichas cualidades han llegado a ser requisito imprescindible para lograr popularidad y prestigio. La exaltación del individuo, más que la de Cristo, es tan común que a nadie le llama ya la atención.
Podría suponerse que la correcta enseñanza de la depravación humana y la justificación en Cristo, nos librarían de estos feos pecados, pero no es así. El pecado del yoísmo es tan presuntuoso que puede medrar al lado mismo del altar. Puede ver morir a la sangrante Víctima, sin inmutarse en lo más mínimo. Puede defender con calor las doctrinas fundamentales y predicar con elocuencia la salvación por gracia, y sentirse halagado por estos esfuerzos. Hasta el mismo deseo de buscar a Dios parece servir para que el yoísmo se afirme y crezca.
El “yo” es el velo opaco que nos oculta el rostro de Dios. Lo único que puede quitarlo es la experiencia espiritual, nunca la instrucción religiosa. Tratar de hacerlo así es como querer curar el cáncer con tratados de medicina. Antes que seamos librados de ese velo, Dios tiene que hacer una obra destructiva en nosotros. Tenemos que invitar a la cruz que haga su obra dentro de nosotros. Debemos poner nuestros pecados del “yo” personal delante de la cruz para que sean juzgados. Debemos estar dispuestos a sufrir cierta clase de sufrimientos, tales como los que sufrió Jesús cuando estuvo delante de Pilato.
Me gustaría citar todo el capítulo que Tozer dedica a meditar acerca del velo, pero es imposible hacerlo por este medio. Lo único que puedo hacer es instarlos a leer esta maravillosa literatura para que se gocen en estas verdades eternas.
Por último una recomendación muy valiosa: “Tengamos cuidado de no tratar chapuceramente con nuestra vida interior con la esperanza
de rasgar nosotros mismos el velo. Dios tiene que hacer eso. La parte nuestra debe ser entregarnos y confiar. Debemos confesar, desechar, resistir nuestros antojos y egoísmos, y darnos por co-crucificados con Cristo. Pero esta co-crucifixión no debe ser una laxa “aceptación” de Cristo, sino una verdadera obra hecha por Dios. No podemos conformarnos solamente con creer en una bonita y agradable doctrina de la crucifixión del yo. Si esto hiciéramos, estaríamos imitando a Saúl, que sacrificó algunas cosas, pero reservó para sí lo mejor del despojo”
Que Dios nos ayude y nos socorra cuando nuestra alma pide a gritos su misericordia.
“Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquél que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero”
Juan 6:37-40
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