martes, 2 de junio de 2009

El gran motivo para derrotar la lascivia

LA BATALLA INTERIOR

La anatomía de una pasión sexual

(Reservado el nombre del autor.) Ministerios LOGOI

El despliegue de la insinuación sexual —más que insinuación invitación— es como una marea que invade todos los rincones de la vida moderna: en las revistas, en el cine, en la radio, la televisión y particularmente en la computadora.

Todas las inhibiciones parecen haberse desleído. Nada se excluye, nada se descarta, ni en el lenguaje, ni en los movimientos corporales, ni en las situaciones. Los límites tradicionales de la decencia y el recato se han desvanecido hasta desaparecer.

El recinto mismo de las iglesias no se libra de este aflojamiento de la discreción. Después del servicio dominical miembros y visitantes se reúnen en un salón adjunto para expansión fraternal. Hermosa costumbre. Pues en una ocasión así alguien acertó a oír a un oficial hacer cuentos de subido color a un grupo de señoras que reían alegres. Cosas de los tiempos.

Viajando por la carretera un pastor con su familia aciertan a pasar junto a una valla anunciadora en que un gran oso en actitud insinuante promete cosas “sólo para adultos”.

“¿Qué es eso, papá?”, pregunta uno de los niños. “Sí, ¿qué quiere decir?”, corea otro. El pastor no sabe qué responder y busca alguna generalidad para salir del paso.

La situación se constituye en reto para el guía cristiano, que confronta en sí mismo (porque la fe no exime del aguijón del deseo) el conflicto frecuente entre la santidad y la pasión nacido de la naturaleza sexual. Esto ha sido siempre un hecho de la conformación humana; pero al rendirse hasta caer las barreras del recato social, el cristiano, incluyendo especialmente al pastor, sufre a menudo el embate de conflictos de conciencia de los que no siempre sale airoso. El artículo que sigue, escrito con cruda franqueza, es el testimonio de la experiencia personal de un pastor cuyo nombre preferimos no revelar.

PARTE I

LA CAÍDA

“La lascivia es un gorila que se agarra a nuestros lomos. Si por esfuerzo mental lo podemos controlar durante el día, se levanta con mayor salvajismo en nuestros sueños de la noche. Y cuando pensamos que estamos a salvo de sus ataques, levanta su fea cabeza y se ríe, y no hay catarata en el mundo lo bastante caudalosa y fría como para abatirla.

Oh, Dios Todopoderoso, ¿por qué adornaste a los hombres con un regalo tan aborrecible?”

—Frederick Buechner

Escribo este artículo anónimamente porque me siento abochornado. Abochornado por razón de mi esposa y mis hijos, sí, pero más que todo por mí mismo. Voy a hablar de mi lucha personal con la lascivia. Mas si creyera que soy el único que ha peleado esta guerra, no gastaría energía emocional desenterrando sórdidos y dolorosos recuerdos. Pero creo que mi experiencia no es nada insólita, sino al contrario, típica de pastores, escritores y oradores en convenciones religiosas. Ninguno habla sobre el particular. Ninguno escribe. Pero está ahí, como un cáncer ignorado que se extiende en metátesis cuando no se lo busca con rayos X o se palpan sus tumores.

Sé que no estoy solo. Las pocas veces que he abierto mi corazón a mis amigos cristianos su reacción ha sido el relato de experiencias con exactamente las mismas etapas de desvelo, obsesión, posesión. De aquí a muchos años, cuando historiadores y sociólogos revisen el legado documental de estos tiempos, no hay duda de que se aparecerán con floridas explicaciones acerca de por qué los hombres que se criaron en hogares religiosos resultan de exagerado apetito sexual, vulnerables a los reclamos de la lascivia y la obsesión, y por qué las mujeres que crecieron en esa misma clase de ambiente suelen presentar una disposición rígida y más bien pobre en interés sexual. Pero eso lo dejo a los analistas del futuro.

Llevo vivo el recuerdo de la primera noche que experimenté el reclamo de la lascivia. Verdadera lascivia, no de la variedad de un estudiante de secundaria o de universidad. Por supuesto que como adolescente pasé por la etapa de ojear revistas dedesnudos o de subir a escondidas al cuarto de mi tío y con nerviosa curiosidad contemplar su colección de postales pornográficas, sin faltar mi porción de palpar con torpeza las ropas de mi amiguita. Pero mi cita con la lascivia la sitúo ya como adulto en la entrega voluntaria al arrebato del reclamo sexual.

Sucedió en una de mis primeras salidas fuera de casa. Parte de mi trabajo entonces requería viajar, y en una de esas ocasiones, hojeando un folleto en el motel del aeropuerto acerca de qué hacer o ver en la ciudad, los ojos se me posaron en la foto de una bailarina exótica en el anuncio de cierto café. Era una de esas mujeres atractivas que se ven en los concursos de belleza, sólo que esta no llevaba ropas.

De un modo u otro, pasé los años 90 sin ceder a tales espectáculos ni a la cruda desnudez que se ve en los conciertos rock. Cuando vi el anuncio por primera vez, di por cierto instintivamente que no era para mí y me puse a ver un programa inconsecuente en la televisión. Pero la figura de la mujer sin ropas siguió apareciendo en mi mente a la vez que me preguntaba ¿por qué no?

Mi justificación humana comenzó a funcionar. Sí, ¿por qué no? Para ser un cristiano efectivo uno debía experimentar todos los aspectos de la vida ¿cierto? ¿Acaso el mismo Jesús no se mezcló con prostitutas y pecadoras? Yo podría ir como un simple observador en el mundo aunque no del mundo. Estos y otros razonamientos se multiplicaron en apoyo a mi deseo, y en menos de diez minutos me vi en el asiento de un taxi rumbo al distrito libertino de la ciudad.

Me bajé del taxi unas cuadras antes del lugar y anduve con precaución mirando a uno y otro lado no fuera que me topara con algún conocido. O quizás Dios mismo intervendría para apagar mis deseos y cambiar mi intención respecto a la insensatez de lo que hacía. Llegué hasta pedirle consejo... sin mucho fervor. No hubo respuesta.

Entré al café entre un acto y otro y me enfrenté a la experiencia nueva de pedir bebida. Estaba sudando frío y rebuscaba en la memoria de anuncios televisivos tratando de decidir qué ordenar. Por fin me decidí por whisky. Traté de parecer despreocupado, pero la camarera me puso en un aprieto con otra pregunta.

—¿Cómo lo quiere?

¿Que cómo lo quería? ¿Qué quería decir eso? ¿Qué podría decir? Me pareció que todo el mundo en el bar me estaba mirando.

—Un doble —dije tartamudeando.

La joven intuyó mi ingenuidad y con un movimiento de ojos preguntó:

—¿Está bien con hielo?

Animado por los primeros sorbos de whisky (que traté de espaciar lo más posible para no tener que pedir otro), me senté con la vista fija en el escenario.

La bailarina fue todo lo que el anuncio había prometido. Su figura era digna de unaMiss Universo, y bailaba con la agilidad y el arte de una acróbata. Al principio estaba vestida por completo, pero comenzó a excitar al auditorio despojándose despacio pieza por pieza del ajustado ropaje. Por fin, cuando ya sólo le quedó un breve cordón, comenzó a incitar con sonrisa insinuante a aquellos junto al escenario, los que respondían poniéndole billetes debajo del cordón. Ella se reía invitadora. Yo la contemplaba incrédulo.

Por fin, bajo un juego de luces teatrales, recorrió el escenario completamente desnuda.

El flujo de excitación creado por mi primer whisky —borracho demasiado pronto a pesar de mí mismo—, el espectáculo de esa estupenda mujer mostrándolo todo y moviéndose delante de mí así como el alboroto de un público únicamente masculino, todo se combinó para dejarme anonadado por completo. Salí del café dos horas más tarde sintiéndome intensamente excitado y con un calor extraño, y a la vez sorprendido de que en realidad nada extraordinario me hubiese pasado. Supongo que es el mismo sentir que se presenta después de un gran suceso, como el matrimonio, una graduación o, por supuesto, el primer encuentro sexual. En sólo unas pocas horas uno se da cuenta de que aunque en cierto sentido todo ha cambiado, en otro nada lo ha hecho. Uno sigue siendo la misma persona.

La lascivia comparte con otros pecados —como la envidia y el orgullo—, la distinción de ser invisible, sutil, difícil de fijar. ¿Fue pecado lo que ocurrió aquella noche?

Lo negué mentalmente en el camino de vuelta a casa. Para que pueda catalogarse como lascivia uno tiene que mirar a una mujer con deseo de tener contacto sexual con ella. ¿No es eso lo que dijo Jesús? Sea lo que fuere lo que pasó aquella noche, ciertamente no recuerdo haber deseado tener contacto sexual con la bailarina. Fue algo más privado y distante que eso. Lo que pasó, pasó pronto y se acabó, y no dejó huellas. Por lo menos, eso es lo que pensé entonces.

Han pasado diez años desde aquel tormentoso episodio, diez años en que nunca me ha dejado un momento el apetito carnal. De vuelta al cuarto del hotel, el sentido de culpa se apoderó de mí y esa misma noche me deshice en torpes peticiones de perdón.

Por un tiempo la culpa me mantuvo alejado de los espectáculos atrevidos, limitándose mi curiosidad a revistas y a algunas películas. Pero sólo por un tiempo. Todos estos años he estado librando dentro de mí una ardua guerra de guerrillas.

Siendo como soy de naturaleza reflexiva, he meditado a menudo en el fenómeno de la lascivia. No se parece a ninguna otra cosa de mi condición humana. La mayoría de las sensaciones excitantes —la montaña rusa, viajar por aire, contemplar las cataratas—pierden algo de su poder una vez que las pasamos por primera vez y las analizamos. Para mí son motivo de gozo y las repetiré cuando se presente la oportunidad. Pero luego de unas cuantas veces van perdiendo mucho de su atracción gravitacional.

El sexo es totalmente diferente. No cede fácilmente al análisis. Todo el que pasa por una clase de biología en secundaria —para no hablar de las “clases” clandestinas—está bien informado de las formas, colores y tamaños de los órganos sexuales. Todo el que haya visitado un museo de arte está bien familiarizado con la forma de los senos femeninos. Cualquiera que haya abierto un libro de ginecología en una biblioteca sabe bien cómo son los órganos genitales. Sin embargo, ningún grado de conocimiento logra reducir su atracción, más bien parecería que la aumenta. Cuán extraño es el poder que le permite a un ginecólogo pasarse todo el día examinando tranquilo genitales femeninos —nada le queda por aprender— y sin embargo excitarse al llegar a casa y ver a su esposa con una blusa reveladora.

“Un gorila que se agarra a mis lomos”, escribió el novelista Frederick Buechner acerca de la lascivia, y no existe experiencia que iguale su salvaje poder. Sin embargo, se equivoca el concepto cuando se le llama “impulso animal”. Ningún animal del que tenga noticia se pasa la vida con el instinto fijo en el sexo. Las hembras de la mayoría de las especies incitan la atención de su opuesto sólo unas pocas veces al año. Mientras tanto, los machos se pasan el tiempo en sus rutinas ordinarias, obviamente ajenos a la actividad sexual.

El humano es diferente. Nosotros tenemos la libertad de concentrarnos sin restricción alguna en este impulso, sin que la naturaleza nos imponga determinada armonía. Nuestras hembras están en disposición biológica receptiva la mayor parte del tiempo, y ningún instinto nos inhibe de concentrar nuestros pensamientos, nuestra conducta y nuestras energías en el sexo.

He tratado de analizar la lascivia, separando cada uno de sus aspectos particulares.

He tomado cierta conocida revista que se especializa en fotos de mujeres en actitudes provocativas, sobre todo en un despliegue a doble página. He examinado la foto con una lente de aumento y he visto que se descompone en puntos de cuatro colores básicos puestos por una rotativa en cierto orden. El poder de esa página no es cosa de magia, sólo rasgos de tinta que, bajo la lente, muestran faltas y borrones. Y sin embargo, sí hay magia. Yo puedo contemplar la imagen y grabarla en mi mente, y darle vueltas en mi cerebro por horas y hasta días. Y en esa tesitura, la sangre me hierve a menudo en las venas.

Los primeros marxistas, con la cabeza llena de revolución, añadieron el sexo a la lista de debilidades humanas que requerían modificación. Lenin formuló su famosa “Teoría del Vaso de Agua”, legislando que el acto sexual no tenía mayor consecuencia que el de tomarse un vaso de agua cuando se tenía sed. La moralidad burguesa por cierto se derrumbaría, juntamente con los bancos burgueses, las industrias y las religiones. Pero bastaron sólo unos pocos años para que Lenin tuviera que abjurar de su teoría. Por las reglas de la lógica elemental, el sexo era como un vaso de agua, sólo que resultó ser inmune a las leyes de la lógica. Se negó a ser tenido como de menor consecuencia. Como historiador, Lenin debió haber estado mejor informado. Hubo reyes que renunciaron a sus tronos, santos a su Dios y esposas a sus compañeros de toda la vida por causa de este extraño demonio de la lascivia. En esto se le fue la musa a la dialéctica del materialismo.

Libros se escriben que cuestionan la sabiduría o la bondad de Dios por permitir tanto dolor y tanto mal en el mundo. Pero no he leído ninguno todavía que ponga en duda esa bondad y esa sabiduría por permitir tanto sexo y tanta lascivia. Aunque a mi parecer las dos son cuestiones paralelas. Sea por creación perfecta o por defectuosa (no hay espacio para discutir esto ahora), lo cierto es que nacemos dotados de impulsos sexuales que virtualmente nos impelen a quebrantar las leyes que Dios estableció. El varón alcanza su plenitud sexual a los dieciocho, según nos dicen los científicos. En algunas culturas no es permitido casarse legalmente hasta esa edad, y si el hombre se conservó casto en espera del matrimonio hasta esa edad, significa que para él pasó la época de mayor capacidad de goce sexual. El escritor estadounidense Mark Twain criticó a Dios por dar a cada ser humano una porción de la fuente universal de gozo y placer, en su plenitud en la adolescencia, y luego prohibirla hasta el matrimonio y restringirla a un solo compañero. No le falta sentido en esto.

¿No podrían nuestras hormonas y cromosomas haber sido dispuestos de manera que cada individuo encontrara su mayor satisfacción sexual sólo con su pareja? ¿Por qué no fuimos hechos de forma parecida a los animales, los cuales, excepto durante periodos específicos, van desnudos por su rutina diaria sin la menor urgencia sexual? Yo controlaría mucho mejor el deseo si supiera que sólo me asaltaría en octubre o en mayo. Es el no saber, la vulnerabilidad que no cesa, lo que me saca de quicio.

Leí en alguna parte que el deseo lascivo es como la apetencia de sal de uno que se está muriendo de sed. Hallo en esto un toque de perversidad. ¿Por qué no fuimos hechos con sólo una apetencia por agua, lo cual eliminaría la sal de cada puesto de revistas, de la televisión, del cine y de nuestras computadoras?

Sé lo que los lectores de este artículo están pensando. Que Dios jamás me hace a mí caer en el deseo o la lujuria, que soy yo el que se deja llevar y que Dios probablemente lo permite con el fin de ejercitarme en la virtud. Sí, sí, entiendo todo eso. Pero algunos de ustedes conocen de primera mano, tanto como yo, que todas esas generalidades piadosas, aun siendo perfectamente correctas, pierden toda relevancia con relación a lo que pasa biológicamente dentro de mí cuando voy a una playa o abro las páginas decualquiera revista secular o me sorprende una anuncio erótico en mi computadora.

Algunos de ustedes saben cómo el busto femenino atrae la vista, o lo que es pasar las páginas de una revista en busca de la foto provocativa, deseando que la casa tuviera cerrojos que lo mantuvieran dentro. Y también saben lo que es batallar en el mar de culpa de esa obsesión, y llorar y orar con todo esfuerzo de fe, pidiendo ayuda a Dios, que lo cambie a uno, o que lo haga castrado como Orígenes... cualquier cosa con tal de ser librado. Y aun en medio de la oración ser asaltado el pensamiento por una sucesión de imágenes libidinosas.

Y también saben lo que es predicar un domingo en una ciudad extraña hablando sobre temas como la gracia o la voluntad de Dios, o la decadencia de la civilización, y en esa misma situación llenársele la mente con los recuerdos lujuriosos de la noche anterior con más realidad que la misma congregación que en ese momento lo está escuchando.

Ustedes saben del auto—desprecio que acompaña a tan intolerable contradicción. Y uno prosigue con el sermón jurando interiormente nunca más dejarse envolver en semejante coyuntura, hasta que después del servicio se le acerca una bien formada mujer y le aprieta la mano con una sonrisa, al tiempo que le hace elogios por su predicación. En ese momento todo buen propósito se derrite, y mientras ella le dice cuánto la ha bendecido su mensaje, usted está mentalmente pecando.

Muy pronto me di cuenta de que el deseo lascivo, como el mismo acto físico del sexo, se mueve en una sola dirección. No se puede regresar a una etapa previa y quedar satisfecho. Siempre se quiere más. Una revista excita, una película alborota, pero un programa en vivo de veras pone la sangre a hervir. He conocido lo suficiente de la insaciable naturaleza del sexo para sentirme alarmado. La lascivia no satisface, lo que hace es revolver. Ya no me maravilla el hecho de que los desviados caigan en la pedofilia, el masoquismo y otras anormalidades.

Tengo un primo que está suscrito a por lo menos quince de las más atrevidas revistas, y su casa está llena de esos libros a los que a veces yo mismo les he dado un vistazo en los aeropuertos. Él me ha confesado que aun rodeado de fotografías de cuanta variedad del acto sexual se pueda imaginar y de todo tipo de cuerpos de mujeres, todavía quiere más y se devora cada nueva edición. Él y su mujer están participando de orgías y de otras desviaciones que no quiero ni mencionar. No tardará mucho sin que se desvanezca su presente atractivo y entonces quiera otra perversión peor.

Los psicólogos emplean el término obsesión para designar lo que he estado describiendo, y pueden añadir que quizás yo padezca de un grado de obsesión superior al del promedio de los hombres. Ellos buscarán el origen de mi caso en la probabilidad de una crianza rígida, y no cabe duda de que tendrán razón. Y es eso lo que me lleva a escribir para ustedes mis colegas en el servicio cristiano. Si usted mismo no ha experimentado la agonía de tal obsesión, cada domingo cuando suba al púlpito va a estar hablando a muchos que sí han pasado por ello, aunque nadie lo pueda suponer mirando a la frescura de sus rostros. La lascivia es ciertamente un pecado invisible.

Recuerdo una promesa que me hice —una más de una larga serie— de no hacer otra cosa que mirar a una o dos revistas de las que podrían considerarse “respetables”. Le pondría un alto a la desvergüenza. Yo tenía ciertas ideas en cuanto al impulso lascivo, con una penosa visión realista acerca de mi incapacidad para mantenerme puro. Concluí que todo lo que necesitaba era un concepto del límite. He aquí algunos de los razonamientos en que apoyaba mi decisión de contener, ya que no destruir, mi lascivia:

- La desnudez es un arte. Vaya a cualquier museo del mundo y verá cómo la desnudez se exhibe abiertamente. La forma humana es bella y sería exceso de puritanismo entorpecer su apreciación.

- Hay revistas que además del despliegue de desnudos incluyen artículos serios por personalidades respetables. Esto justifica el continuar leyéndolas.

- Un cierto estímulo es positivo para mi vida sexual. Tengo un problema con la manera de acercarme a mi esposa y comunicarle mi deseo de intimidad. Necesito cierto empuje, un estimulante que me anime a expresarle mis intenciones.

- Hay otros en peores condiciones, incluyendo a líderes cristianos. A este respecto vale la pena leer la Biblia. Está llena de personajes que dejan mucho que desear en lo que respecta a conducta sexual. En fin de cuentas, no existe tal cosa como el individuo totalmente puro; cada quien busca cierto desahogo.

Y ¿qué es en sí el deseo libidinoso?, me pregunto constantemente. ¿Es malo tener fantasías sexuales? En tal caso, también lo sería el tener sueños eróticos, ¿y cómo habría yo de ser responsable por mis sueños?

Así fue que volví mentalmente a la definición de lascivia a que había llegado hacía ya tiempo: deseo de contacto sexual con una determinada persona. Pero lo que solíasentir era una especie de excitación general, un aumento del voltaje, no un deseo específico del acto sexual.

Quizás algunos de estos razonamientos, si no todos, contengan elementos de verdad. Yo recurría a ellos como un paliativo aceptable de sentido común que contribuyera a calmar la disonancia consciente que me atormentaba. Pero en mi interior sabía que el deseo que yo experimentaba no estaba sujeto a la razón ni al sentido común. Para empeorar la situación, en varias ocasiones sentí como si el deseo fuera a explotar incontrolable y a tomar una dimensión siniestra. Otras veces me era posible analizar la lascivia y observarla en perspectiva. Pero cuando se presentaba, sabía bien que no podía detenerme y ponerme a analizar. Dejaría, pues, que siguiera su curso, aunque secretamente me preguntaba cuál podría ser este curso.

No quiero, sin embargo, dejar una impresión equivocada. Mi vida no giraba enteramente alrededor de la cuestión sexual. A veces pasaban muchos días, y hasta un mes o dos, sin que volviera en busca de revistas o películas pornográficas. Y en muchas ocasiones clamaba con lágrimas a Dios pidiéndole que me librara de ese deseo. ¿Por qué mis oraciones no tuvieron respuesta? ¿Por qué Dios continuó castigándome con una libertad cuya consecuencia era mi alejamiento de él?

Me leí innumerables artículos y libros sobre tentación, pero no me fueron de mucha ayuda. Si uno resume toda la palabrería y todas las listas de diez cosas a hacer que recomiendan, todo se reduce a “No lo siga haciendo”. Y es muy fácil decir eso. Conozco a algunos de esos predicadores, y sé que ellos también lucharon y fracasaron de la misma manera que yo. Irónicamente, yo mismo he predicado muchos sermones acerca de cómo lidiar con la tentación... ¡bonito ejemplo! Artículos prácticos acerca de cómo vencer la tentación resultan punto menos que inservibles. Son como decirle: “No siga teniendo hambre” a alguien que se está muriendo de inanición. En sentido intelectual, yo podría estar de acuerdo con su teología y sus consejos; pero mis glándulas continúan segregando y, ¿cuál es el consejo que pueda cambiar la función de las glándulas?

“Jesús fue tentado en todo tal como nosotros”, gritan algunos en sus sermones, como si eso pudiera servirme de consuelo. En verdad no lo es. En primer lugar, ninguno de ellos podría en manera alguna explicar cómo es que Jesús experimentó la tentación sexual. Él mismo no habló nunca sobre el particular, ni ha habido nadie que haya sido perfecto para poder dar testimonio. Esos bien intencionados comentarios me hacen pensar en alguien que le diría a un indigente: “Mi tío banquero fue también pobre como tú. Él sabe cómo te sientes”. Dígale eso a un harapiento desamparado y prepárese a esquivar su reacción

Así es como me sentía cuando leía relatos de los que habían triunfado sobre la lascivia. Casi siempre escriben o hablan en un tono de piadosa condescendencia. O, como Jesús, me parecen demasiado distantes de mi pantano espiritual para servirme de consuelo. Agustín describió su condición doce años después de haberse convertido del pecado de lascivia. En su avanzado desarrollo espiritual oró para ser librado del asalto deotros pecados: por ejemplo, la tentación de disfrutar de la comida en vez de ingerirla como una medicina, “hasta el día en que Tú destruyas tanto al vientre como a las viandas”; la atracción de aromas y perfumes; el placer auditivo de escuchar la música de la iglesia, “movido más por el canto que por el mensaje que se canta”; el impulso de los ojos hacia las “diversas formas de belleza, de agradables y brillantes colores”; y, por último, la tentación de “saber por el hecho de saber”... Lo siento, Agustín; te respeto. Pero oraciones como esa llevan a un clima de represión y de aborrecimiento del cuerpo del que he estado tratando de escapar toda mi vida. CONTINUARA...


3 comentarios:

CARLOS MONTENEGRO dijo...

Vencer las tentaciones son parte del crecimiento espiritual y es competencia de cada persona. Lo dice la escritura:

Gal 5:24 y los que son de Cristo Jesús, y a han crucificado la naturaleza del hombre pecador junto con sus pasiones y malos deseos.

La fórmula es obedecer:
Si ustedes se mantienen fieles a mi palabra, serán de veras mis discípulos;
Joh 8:32 conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.

Y para poder poner esto en práctica
dividamos este proceso en días:
Luk 9:23 Después les dijo a todos:
–Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame.

La Biblia dice que si pecamos somos esclavos del pecado. Entra mas caídas tenga el cristiano mas difícil es mantenerse en santidad y viceversa, entre menos caídas tenga mas fácil es vencer la tentación.

ELDELFIN2012 dijo...

MIENTRAS ESTEMOS EN ESTA VIDA, TENEMOS LA CAPACIDAD, EL LIBRE ALBEDRIO Y EL PODER, PARA CABIAR NUESTROS PENSAMIENTOS Y AUN NUESTROS SENTIMIENTOS Y EMOCIONES;......MUERTOS,...YA NO PODEMOS¡

ELDELFIN2012 dijo...

SEREIS TRANSFORMADOS POR LA RENOVACION DE VUESTRAS MENTES