ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA MÚSICA RELIGIOSA
Por Alfredo Canedo (Argentina).
Para los antiguos eclesiásticos, la música arrastraba muchedumbre a creencias profanas. Bajo ese preconcepto, siguiendo a pasaje bíblicos, fue juzgado de infiel el jefe de la tribu israelita Efraim por conducir al aprisco a las ovejas descarriadas no a través de la sabia Palabra del Maestro sino de acordes musicales; y el heresiarca Bardenase por servirse del atractivo de las melodías para convertir una multitud de cristianos a su doctrina.
Pero con la divulgación del cristianismo en el siglo IV en algunas iglesias europeas habían de correr en copias manuscritas las primeras partituras. Por entonces, San Ambrosio, obispo de Milán, introdujo música sacra en las misas
(‘Te Deum laudamus’ y ‘Te Dominum confiemur’), además del canto coral de poesías religiosas en sencillos metros. Tal acontecimiento, sin embargo, fue duramente reprobado dos siglos más tarde por el Papa Gregorio El Grande, aduciendo que la liturgia con invocaciones al cielo, a la Pasión y a los salmos consistía en lealtad al Señor por medio de la voz humana no de la música:
…puesto que las melódicas canciones dispersan y desordenan la oración
del creyente ante el altar.
(‘Vida de San Gregorio’, de Juan del Diacono).
Con la pobreza de esos argumentos, los monjes benedictinos del siglo VII al IX quejáronse de que la música era una llave de puertas secretas, de horizontes infernales y finalidades no cristianas, cuando no los instrumentos de tañidores detestables, frívolos y libertinos. Y no sólo eso; también suscitaron en cristianos el temor a la música con leyendas de que a San Pedro la lira y siringa les causaban malos recuerdos, que a los gentiles el barbito de Safo les evocaba imágenes escandalosas, y que al rey babilónico Nabuconodosor los salterios le excitaban sexualmente con danzarinas desnudas en torno a su mesa. Cuéntase que por entonces Hans Kotter, director de coro de la catedral de Berna, lloró ante su órgano destruido a hachazos por una turba de la orden benedectina (‘Música religiosa’ de Fred Hamel), y que uno de entre tantos juglares en las puertas de una Iglesia por feligreses fue merecedor de castigos corporales, porque pulsaba los utensilios de Satanás.
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A despecho de esos antecedentes, eclesiásticos del siglo XVI comprendieron muy bien que no solamente en forma oral se alcanzaba la fe en Cristo y en los libros apostólicos, también con mucha más riqueza en la mente y el corazón a través de la música. Y buscaron en probar ese acierto con quienes en el Antiguo y Nuevo Testamento oraban al Ser Divino acompañados del arpa y de la citara. De resultas que por mandato de aquellos hombre del clero permitióse en misa el recitado con fondo musical de los poemas de Santo Tomás de Aquino, de Adam de Víctor, del prelado griego San Isidro, del buen músico Hilario de Poitiers, de Tomás de Centeno, autor del sorprendente ‘Die irae’, rimado, según la leyenda, por un Benville del siglo XIII.
Pero, ¿cómo oponerse en la Edad Moderna a la música en descripciones épicas de la vida de Cristo y de los apóstoles? ; ¿cuál medio había de impedir que músicos del siglo ‘aclimatasen’ sus obras en los oficios religiosos?, y últimamente, ¿era posible en misa resistirse al decoro sonoro con evocaciones al Señor?
El Papa Marcelo II en su homilía declaró que con música la palabra de Dios, los textos bíblicos y la liturgia habían de llegar directamente a la conciencia del creyente; por separado, los obispos en el Concilio de Trento dieron mandado para acompañarse el loor a Cristo y los santos con música sacra, y, años más tarde, el Papa Pío II ordenó la puesta en música de todos o la mayoría de los pasajes bíblicos. A tenor de los ‘nuevos vientos en Roma’, Giovanni Pierluigi, o simplemente Palestrina, compuso siete ‘Canciones sacras’, además de piadosos motetes y salmos; lo mismo, Emilio Cavallieri con el oratorio ‘Representazione di animae di corpo’, más unas cuantas pieza de aires, de preludios e intermedios sinfónicos. Ya con la anuencia pontifica, los maestros de iglesias y capillas compusieron música con las letras del ‘Kyrie’, del ‘Credo’, del ‘Sanctus’, del ‘Benedictus’ y del ‘Angelus Deis’.
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Los protestantes tampoco iban a la zaga de la voluntad romana. Fue en los albores de este culto cuando Martín Lutero, quien por entonces ya cultivaba el gusto y el sentimiento musical, escribió a Juan Walther, pastor de Zwickau:
Quisiera tener muchos cantos en alemán que el pueblo pudiera cantar
durante la misa. Pero no tenemos poetas ni músicos alemanes, o no los
conocemos, que pudieran componer canciones cristianas y espirituales, como
las llamaba Pablo, de un valor tal como para ser empleadas directamente en la
casa de Dios.
(‘Espíritu y mensaje del protestanismo’ de Anderson, Guillermo K.)
Compuso corales, himnos y motetes con recitados en alemán y latín, pero al mismo tiempo contrató los servicios de poetas como Clemente Marot y Teodoro de Beza además de músicos como Claudio Goudimel y Luis Bourgeois con la finalidad de que escribieran versiones musicales de los salmos. A parte daba a conocer a Federico El Sabio de Sajonia algunas de sus composiciones musicales para los evangelios de Lucas y Mateo:
Me propongo, como lo hicieron los profetas y los primera padres,
escribir para los cristianos música que, con ayuda del canto colectivo,
la palabra de Dios pueda morar entre ellos.
(‘La música en la Reforma’, de Clarence y Elena Dickinson)
Juan Calvinio, quien a igual de Lutero también advertía la importancia y el valor de la música en misa, abre en Alemania conservatorios para sacerdotes y monjas bajo el lema ‘la enseñanza de la música y el canto para alabar a Dios y Cristo’; lo mismo hace en Francia con el Institution Royales de Musique Classique et Réligieuse, donde se revivió la música religiosa para el ‘Gloria’ y las misas de Navidad y Pascuas.
Pero nada más imponente en esos tiempos fue la música religiosa de Juan
Sebastián Bach. Toda su música para órgano, nacida de la comunión eclesiástica con la teología evangélica, fue destinada con sinceridad a la Iglesia protestante, a la cual sentíase profundamente ligado. Cumbre de sus tantísimas composiciones fue indudablemente ‘Pasión Según San Mateo’ donde el sufrimiento de Cristo en la Cruz, el sentimiento del pecado y el himno final de la Comunión puestos maravillosamente en lengua musical y coral. Pasión ‘bachniana’ luego tomada por la escuela de Mannhein, en Bohemia, donde los maestros Juhann Stamitz, Francisco Javier Rochter, Ignacio Holzabauer y Juan María Loclair componían textos de plegarias y penitencias para creyentes protestantes.
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Si en todas las iglesias alemanas oíanse, ya en las mitades o los finales del oficio religioso, las obras musicales del mismo Bach como del teólogo Heinrich Shütz (‘Oratorio de Navidad’, ‘Jesús en el templo’, ‘Las siete palabras de Jesús en la Cruz’ e ‘Historia Sagrada’); con no menos empeño también en Roma, donde el católico Giacomo Carissimi, maestro de capilla de la Iglesia San Apolinario, componía para misa los motetes ‘Historia de Jonas’, ‘Historia de Job’, ‘El último juicio’ y‘Nisi Dominus’:
……compongo con la finalidad de atraer mediante la música en
acompañamiento de la voz humana a los templos las ovejas de origen céltico,
gótico o español.
(‘Enciclopedia de la música’, T.II, de Fred Hamel y Martín Hürliman)
Del lado de Italia el aporte a la música religiosa, al menos así aceptado por el clero romano y los musicólogos en general, fue de Claudie Monteverdi,
maestro de capilla de la Iglesia de San Marcos de Venecia, con la ‘Sonata para Santa María’ y ‘Vísperas de la Virgen’, notables obras para trompetas,
trombones, flautas, cornetas laúdes, violas, tiorbas, violines y órganos. No menor la tarea en la música religiosa emprendida por conservatorios napolitanos con asistencia de seminaristas, pero también de tenderos cuando cerraban sus locales de comercio y las mujeres sus actividades domésticas, donde oíanse salmos y motetes de Antonio María Abbatino, sacerdote de la Iglesia de Tiferno, Pietro Agostini, maestro de Capilla de la Iglesia de Parma, y Orlando Beoveli, párroco de la Iglesia de Santa María Maggiore.
Pero tanto o más encarecida la voluntad en ese sentido del Papa Urbano
VII, mandando, según Guillermo K. Anderson en ‘Espíritu y mensaje de la música religiosa’, a religiosos y monjas poner en música episodios de las Sagradas Escrituras.
Y puesto que en el siglo XVII ya la música instrumental como polifónica había adquirido valimiento en el acto litúrgico, bajo las directivas y la mirada atenta de responsables de iglesias se construyeron al máximo de perfección instrumentos de madera con templanza ágil y pura, los de cuerda vibrante, como la ‘viola de amore’ , además del fagot, oboe y clarinete de excelentes sonoridad; todos básicos más tarde en las sinfonías de Haydn, Mozart y Beethoven.
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