Las mujeres más hermosas del mundo no son las que desfilan en trajes
de baño y vestidos de noche delante de jueces y de cámaras de
televisión.
Las verdaderas finalistas y las ganadoras son aquellas que tienen el brillo interno de la gracia y el perdón.
No hay belleza física que se pueda comparar con la dignidad espiritual o el atractivo de una mujer llena de paz. Es una persona serena porque su confianza y su seguridad están en la paz que reflejan. Es una persona con dignidad porque su valor y sentido se hallan en algo más allá de lo superficial.
No hay belleza física que se pueda comparar con la dignidad espiritual o el atractivo de una mujer llena de paz. Es una persona serena porque su confianza y su seguridad están en la paz que reflejan. Es una persona con dignidad porque su valor y sentido se hallan en algo más allá de lo superficial.
Esa mujer reflejará una clase de belleza interior que hace mucho más
que llamar la atención a sí misma. Es una belleza que es mucho más
importante que cualquier cosa trivial.
La verdadera belleza de la mujer no es corruptible, porque no depende
de lo físico, sino que es la belleza de una forma de ser que reúne la
quietud, la humildad, la ternura y la serenidad.
Las mujeres del mundo son alabadas por su belleza física, por su
vivacidad y por su audacia. Pero las mujeres de Dios tienen un molde
distinto. La belleza física de una mujer es temporal, y su deterioro le
producirá amargura. En cambio, el adorno de un espíritu manso, dulce y
sereno no es una moneda perecible, no se gastará por el uso ni está
sujeta a los valores del mercado.
No deja marcas en el alma, ni heridas en quienes la rodean.
Esta es la verdadera belleza, la belleza que es de grande estima delante de Dios.